P. Carlos Cardó SJ
El buen samaritano, óleo sobre lienzo de Philip Richard Morris (1857), Museo y Galería de Arte Blackburn, Lancashire, Reino Unido |
Un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Cuál es el primero de los mandamientos?».Jesús respondió: «El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos». El escriba le dijo: «Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios». Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: «Tú no estás lejos del Reino de Dios».
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Un
maestro de la ley plantea a Jesús un asunto fundamental: cuál es el mandamiento
principal que ha de regir al creyente. Esta pregunta dividía a las escuelas
rabínicas pues para muchos, sobre todo los fariseos, el primer mandamiento del
amor a Dios se cumplía en el culto del sábado, que valía tanto como los demás
mandamientos.
Jesús
le responde como respondería un judío fiel, que lleva grabado en su corazón y
recita cada mañana el “Schemá Israel”: Acuérdate,
Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas. Y
añade Jesús que el segundo es: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo.
Ambos
preceptos se encontraban ya en la Biblia, en el Deuteronomio (6,4-9) y en el Levítico (19,18b),
respectivamente. El primero confesaba la unicidad de Dios y la
disposición a amarlo con todo el ser.
El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado bajo la enorme cantidad de preceptos,
ritos y tradiciones que contiene el libro del Levítico, como código de leyes sobre
el culto.
Los dos amores –a Dios y al prójimo– son indisociables ya desde el
Antiguo Testamento. Ambos son una misma realidad vista en sus dos dimensiones.
Además Jesús, con su palabra y con sus actitudes, manifiesta que el amor, que
es la esencia misma de Dios, se nos ha revelado y nos ha abrazado a todos,
haciéndonos capaces de amar como somos amados. Por eso dirá: Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a
los otros como yo los he amado (Jn 15,12).
El amor de Dios llega a nosotros en su Hijo y se traduce en
nuestro amor al prójimo. Nuestra relación con Dios se ha de manifestar en
nuestra relación con los demás. Y el amor al prójimo se ha de extender a la
tarea de establecer las condiciones necesarias para una convivencia humana en
la sociedad.
Por
eso se puede decir que la respuesta de Jesús al escriba deja en claro que el
amor a Dios (primer mandamiento) no conduce en primer lugar a las prácticas
religiosas (el culto del sábado) sino al comportamiento, a los valores éticos
que han de reflejarse en las relaciones humanas. De esta manera Jesús recoge y perfecciona
la enseñanza de los profetas que, como Oseas, habían afirmado el primado del
amor y la misericordia por encima del culto: Porque misericordia quiero y no sacrificios (Os 6,6),
En esto ha consistido la originalidad de Jesús: no sólo en haber
unido los dos mandamientos, sino en habernos amado y enseñado a amarnos unos a
otros con hechos y gestos concretos. Quien se acerca a su persona experimenta
que Dios, amor y fuente del verdadero amor, lo ha amado a Él personalmente de
manera desinteresada, incondicional e irreversible y, por eso, siente que puede
amar, cualesquiera que hayan sido las carencias o infortunios sufridos en su historia
personal.
En Jesús se ha manifestado de tal manera la bondad de Dios,
nuestro Salvador, y su amor a todos los seres humanos (Tit 3, 4), que ya nada podrá separarnos de ese amor (Rom 8,35.39).
Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, filósofa judía
asesinada en el campo de concentración de Auschwitz en 1942 y canonizada en
1998 por el Papa Juan Pablo II, dejó entre sus escritos esta categórica
declaración:
“Si Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer
otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es
también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor
humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual persona que nos es
próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por
unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extraños”, “no nos
conciernen”… Para el cristiano no hay “hombre extraño”
alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de
nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que esté
emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejemos de amarlo, que sea o
no “moralmente digno” de nuestra ayuda”. (Edith
Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).
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