P. Carlos Cardó SJ
Jesús consolado por un ángel en Getsemaní, óleo sobre cobre de Carl Bloch (1873), Museo de Historia Nacional, Hillerod, Dinamarca |
Entre los que habían subido para adorar durante la fiesta, había unos griegos que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: "Señor, queremos ver a Jesús". Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. Él les respondió: "Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: 'Padre, líbrame de esta hora'? ¡Si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!".
Entonces se oyó una voz del cielo: "Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar". La multitud que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: "Le ha hablado un ángel". Jesús respondió: "Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes. Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera; y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". Jesús decía esto para indicar cómo iba a morir.
Unos griegos, venidos a Jerusalén para la Pascua, quisieron ver a
Jesús. Ellos representan a todos los que serán atraídos a Jesús cuando sea
levantado sobre la tierra. Serán el fruto del grano caído en tierra. A partir
de este hecho, Juan desarrolla una serie de temas que clarifican el sentido de
la entrega de Jesús en la cruz.
El
primer tema es el de “la hora”: Ha llegado la hora. La presencia y acción de
Dios en Jesús se manifestará gloriosamente en su muerte. En la “hora” de su
paso de este mundo al Padre, será glorificado como el Hijo y se pondrá de
manifiesto la relación que existe entre Él y Dios, y entre nosotros y Dios. A todos,
judíos y griegos, se les revelará el misterio de la vida y muerte de Jesús: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra,
atraeré a todos hacia mí”.
Pero
Jesús sabía que su crucifixión iba a ser un duro golpe a las expectativas que sus
seguidores habían puesto en Él como Mesías. Por eso, no sólo intentó hacerles comprender
que su forma de ser Mesías era radicalmente distinta a la idea del Mesías
político, dominador poderoso que ellos esperaban, y que su crucifixión iba a
significar la demostración suprema del amor de Dios y de su propio amor por la
humanidad. En la cruz de su Hijo, Dios iba a establecer con la familia humana
una alianza irrompible.
Jesús
actuaba en perfecta sintonía con su Padre; vivía para el Padre y para los demás.
Por eso, asume la misión que ha recibido de Él, no pasivamente, sino voluntariamente.
Consciente, pues, de que la fecundidad de su obra depende de su muerte, hace
una comparación de su propia entrega con estas palabras: “si el grano de
trigo, que cae en tierra no muere, queda infecundo; pero si muere dará fruto
abundante” (12, 24).
Con esta parábola, Jesús identifica su destino: cae, muere y da
mucho fruto. El grano que muere se hace fecundo, da vida. Dando su vida, Jesús
cumple el plan del Padre, fuente de vida, que le ha enviado al mundo para dar
vida a todo lo creado. Jesús no podría actuar de otra manera. Poner a resguardo
su vida, reservándosela sólo para sí, sería quedarse solo, dejaría de ser el Hijo
que cumple la voluntad del Padre y da vida.
Pero
la parábola del grano de trigo nos lleva también a profundizar en el sentido de
nuestra propia vida. Por eso dice Jesús: “Quien ama su vida, la perderá; en
cambio, quien sepa desprenderse de ella en este mundo, la conservará para la
vida eterna.” (12,25). En los
otros evangelios, dice: “Quien
quiera salvar su vida, la perderá” (Mc 8,35 par).
Jesús
nos recuerda que el egoísmo vuelve estéril la vida. Quien centra su vida en sí
mismo, buscando sólo su propio interés, rompe la relación esencial de la
persona a los demás y acaba finalmente por quedarse solo, frustrando
(perdiendo) su vida porque la vida es relación, entrega, amor. Quien sepa
desprenderse de su propia vida, como Jesús, la pondrá al servicio de los demás,
dará vida a otros y se realizará a sí mismo según Dios. Una persona así siente que
su vida está sembrada como el grano de trigo, que fructifica en las manos de
Dios para vida del mundo.
Después
del anuncio de su pasión, nos dice el evangelio que Jesús experimentó una
profunda congoja. Consciente de la muerte dolorosa e injusta que le esperaba, se
sobrecogió de temor y de angustia. Él no va al encuentro de la cruz de manera
impasible. Es un ser humano y la rehúye y se siente perturbado. Su sensibilidad
le lleva a implorar a su Padre que lo libre de ese trance.
Pero
no se deja llevar por su deseo sino por la voluntad de Dios: “¡Ahora mi alma
está turbada! Y ¿qué voy a decir?, ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para
esto!” (12,27). Esta angustia
mortal anticipa la agonía que vivirá en el Huerto de los Olivos, cuando
se sienta movido a clamar: “Padre aparta de mi este cáliz, pero que no se haga mi
voluntad sino la tuya”.
La
carta a los Hebreos presenta esta imagen de Cristo probado por el sufrimiento,
que “presentó oraciones y súplicas con
grandes gritos y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado
en atención de su actitud reverente”. Se nos invita ahí a considerar la
pasión de Cristo como una oración escuchada. La angustia,
asumida en la oración y transformada por ella, se convierte en ofrenda que Dios
acepta, otorgándole a Jesús la victoria sobre la muerte. La oración de Jesús se
convierte en el modelo de súplica en medio de la prueba.
Entonces –continúa
san Juan– se oyó una voz venida del cielo,
la misma que resonó en la Transfiguración: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré”
(12,28). Esta voz hace
comprender el misterio de Jesús como Hijo de Dios. Ella hace comprender que la
cruz no es un fracaso ignominioso, sino el lugar en que se revelará la gloria divina
en Jesús. Esa voz nos da también a nosotros la certeza de que en la entrega de
nosotros mismos consiste nuestra verdadera realización personal, que da fruto
abundante.
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