sábado, 3 de marzo de 2018

El hijo pródigo (Lc 15, 1-32)


P. Carlos Cardó SJ
El regreso del hijo pródigo, óleo sobre lienzo de Michel-Martin Drölling (1806), Museo de Bellas Artes de Estrasburgo, Francia
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos". Jesús les dijo entonces esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de herencia que me corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros'. Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: 'Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'. Pero el padre dijo a sus servidores: 'Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso. El le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'. El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'. Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado'".
El cap. 15 del evangelio de Lucas contiene las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido” que Dios recupera: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido. Su mensaje central es que Dios nos ama en Cristo de modo incondicional, no porque seamos buenos, sino porque Él es bueno y fuente de misericordia.
La parábola del hijo pródigo –uno de los textos más bellos del evangelio– debería llamarse del Padre misericordioso o parábola del amor del Padre. Él es el protagonista y, en función de él, se nos muestran los comportamientos del hijo pródigo y del hijo mayor.
Su valor central reside en la nueva figura de Dios que presenta, tan nueva que resulta escandalosa para los fariseos de todos los tiempos: un Dios padre, fiel hasta el final a su ser padre, con una misericordia incondicional, abierta, ilimitada, que no sólo se vuelca sobre el hijo arrepentido, sino también sobre el intransigente hijo mayor. En este sentido, la parábola sintetiza el núcleo del mensaje de Jesús: las puertas del Reino se abren al pecador arrepentido por la magnanimidad de Dios.
El hijo menor, que despilfarra la herencia, representa simbólicamente toda ruptura del hombre con Dios, que trae, como consecuencia, ruina. Pierde todos sus bienes y acaba perdiendo hasta su identidad de hijo. Se siente indigno de llamarse así: Volveré junto a mi Padre y le diré: he pecado, trátame como a uno de tus jornaleros.
Sabe que en justicia eso es lo que merece y acepta tener que ganarse la vida trabajando como un peón. Pero siempre será un hijo porque nada puede borrar ni anular o cambiar esta relación. Por su parte el padre siempre será un padre, aunque su hijo sea un pródigo. El amor del Padre supera las normas de la justicia.
El amor restablece y eleva. Por eso su prontitud para acogerlo y la fiesta que manda celebrar, que le parece excesiva al hijo mayor y le despierta celos y envidia. Para el padre es evidente que su hijo perdido no sólo ha malgastado su patrimonio sino que ha perdido aun la auténtica idea y valoración de sí mismo. Por eso dice: Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado.
En su libro-entrevista, El nombre de Dios es misericordia, el Papa Francisco recuerda que etimológicamente misericordia significa abrir el corazón al miserable. Y, hablando del Señor, añade: “misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Por eso se puede decir que la misericordia es el carné de identidad de Dios. Dios es misericordioso”.
Al igual que el hijo pródigo, el hijo mayor de la parábola tampoco imagina que un padre, por el amor que tiene a su hijo, sea capaz de ir más allá de lo que la justicia establece, es decir,  de “darle su merecido”.
Por eso, lleno de resentimiento, se niega a participar en la fiesta. Ya no ve al pródigo como hermano y reprocha a su padre la acogida que le ha brindado, mientras que a él, que siempre se ha portado bien, nunca lo haya premiado. Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas, y le matas el ternero gordo.
Este hijo tiene también que cambiar de actitud para con su padre y con su hermano. El banquete que su padre tiene dispuesto para todos los de casa no será del todo feliz, porque no será la fiesta de la familia completa. Tiene que pacificar su corazón, reconocer agradecido lo que su padre significa para él y, reconciliado con él y con su hermano, disponerse a disfrutar de la fiesta del reencuentro.
Todos nos podemos ver también en este hijo mayor. El pensar sólo en mí mismo, el entristecerme porque a otros les vaya bien y, peor aún, llenarme de enojo porque otros que son diferentes a mí sean admitidos en la asamblea de la Iglesia, todas esas actitudes excluyentes me hacen olvidar que Dios es padre de todos, y me impiden disfrutar de la alegría de fiesta que se siente por el triunfo del amor de Dios en nuestra historia personal. 
En definitiva, el hijo pródigo, que desea volver a sentir el abrazo del padre, somos cada uno de nosotros cuando descubrimos que nuestra vida puede cambiar. El hijo mayor somos también nosotros cuando advertimos que podemos servir de manera desinteresada y fomentar la unión sin egoísmos, ni celos ni prejuicios.

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