P.
Carlos Cardó SJ
Jesús
llora sobre Jerusalén, óleo sobre lienzo de Enrique Simonet (1892), Museo de
Málagra, España
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Los judíos tomaron piedras para apedrearlo. Entonces Jesús dijo: "Les hice ver muchas obras buenas que vienen del Padre; ¿Por cuál de ellas me quieren apedrear?". Los judíos le respondieron: "No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino porque blasfemas, ya que, siendo hombre, te haces Dios".
Jesús les respondió: "¿No está escrito en la Ley: Yo dije: Ustedes son dioses? Si la Ley llama dioses a los que Dios dirigió su Palabra -y la Escritura no puede ser anulada- ¿cómo dicen: 'Tú blasfemas', a quien el Padre santificó y envió al mundo, porque dijo: "Yo soy Hijo de Dios"? Si no hago las obras de mi Padre, no me crean; pero si las hago, crean en las obras, aunque no me crean a mí. Así reconocerán y sabrán que el Padre está en mí y yo en el Padre". Ellos intentaron nuevamente detenerlo, pero él se les escapó de las manos. Jesús volvió a ir al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había bautizado, y se quedó allí. Muchos fueron a verlo, y la gente decía: "Juan no ha hecho ningún signo, pero todo lo que dijo de este hombre era verdad". Y en ese lugar muchos creyeron en él.
Último enfrentamiento de Jesús con los judíos. Ya antes lo han
querido apedrear (Jn 8,59). Les
resulta una ofensa a Dios decir que sus palabras son las del Altísimo y que sus
obras corresponden a las de su Enviado. Jesús, por su parte, ha dicho de ellos que tienen por padre al diablo, mentiroso y
homicida, y que por eso se muestran agresivos con Él y lo quieren matar. Pero
para ellos la cosa está clara: si lo dejan hablar, van a quedar desacreditados,
ellos que son precisamente los representantes oficiales de Dios.
Jesús se defiende. No puede presentar testimonio humano alguno que
valga para acreditar su misión de Mesías, pero sí puede apelar a las obras.
Ellas hablan por sí solas: el resultado de los signos que realiza en favor de
los enfermos y de los pobres, sólo Dios puede lograrlo. Con sus curaciones de
enfermos y sus acciones en favor de la vida, Jesús rehace la creación rota por
el pecado de los hombres, salva al mundo de la muerte, libera, da vida aun a quienes
quieren lapidarlo.
Jesús califica sus obras de excelentes.
Así son las obras de Dios. El Génesis lo dice al acabar la obra de la
creación: vio Dios todo lo que había
hecho, y todo era muy bueno (1,31). Las
obras del Hijo son igualmente excelentes. Nicodemo, personaje importante,
miembro del grupo de los fariseos, lo había reconocido: Maestro, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos; nadie, en
efecto, puede realizar los signos que tú haces si Dios no está con él (Jn
3,2).
Y porque lo sabían muy bien, los que tenían enfermos de diversas
enfermedades se los llevaban y toda la gente quería tocarlo, porque de Él salía
una fuerza que los sanaba a todos (Lc 6,19). Manifestaba
especial compasión ante las multitudes hambrientas y abandonadas (Mc 6,34;
8,2s; Mt 9,36; 14,14; 15,32), hizo ver a los ciegos, oír a los sordos,
andar a los inválidos, hizo presente el amor perdonador de su Padre para los
pecadores y los perdidos. Su fama de compasivo se extendió por todas partes y
los afligidos no dudaban en invocarlo como a Dios mismo: ¡Kyrie eleison! ¡Señor, ten piedad!
(Mt 15,22; 17,15; 20,30s). Con todas estas acciones Jesús continúa la obra de
su Padre: Mi Padre trabaja y yo también
trabajo (Jn 5,17).
No obstante, los judíos replican: No es por ninguna obra buena por lo que queremos apedrearte, sino por
haber blasfemado. Pues tú, siendo hombre te haces Dios. Querían otra
manifestación de Dios porque creían en otro Dios. Mantenían la idea de un dios distante
e inaccesible, al que se podía complacer con ofrendas, sacrificios, tradiciones
y normas y en quién podían basar su autoridad de jefes y maestros, con todas
las ganancias que ello les reportaba.
En Jesús, en cambio, en su humanidad, en su manera de ser hombre,
se revelaba un Dios diferente: Dios de misericordia y de gracia, Dios que sigue
dando vida por medio de su Hijo. Las obras de Jesús sólo pueden provenir de Él.
Jesús, por lo tanto, no blasfema; ese es su argumento. Y entran así en crisis
todas las formas e imágenes erradas con que se concebía a Dios en su relación
con los hombres.
Si se tiene en cuenta, finalmente, que el contexto en que Jesús
habla de sus obras es el de la fiesta de renovación del templo, no cabe duda
que una vez más habla Jesús de sí mismo como el templo verdadero, para la adoración de Dios en espíritu y verdad (Jn 4,23), templo indestructible que en
tres días se levantará de nuevo (Jn 2, 19),
templo en el que resplandece la gloria del Padre y desciende a nosotros su
Espíritu para al perdón de los pecados (Jn
20, 23) y para guiarnos al conocimiento de la verdad completa (Jn 16, 13).
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