P. Carlos Cardó SJ
Cristo lava los pies de los apóstoles, óleo sobre lienzo de Dirck
van Baburen (1616), Gemäldegalerie, Berlín, Alemania
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Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!".
Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". Él sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes."
Es la víspera de su pasión. Jesús entra en ella
consciente y voluntariamente. Quiere hacer de su muerte en cruz la expresión máxima
de su amor por nosotros: Habiendo amado a
lo suyos… los amó hasta el extremo. Sabe que va a ser traicionado,
abandonado y condenado a muerte injustamente. Quiere anticipar estos
acontecimientos en su Cena para preparar el ánimo de sus discípulos y recordarles
lo que ha sido la clave de su vida: que no vino a ser servido sino a servir y
dar su vida.
Por eso les lava los pies, en un gesto propio de
esclavos que prefigura su próxima muerte en la cruz. Por eso transforma la cena
pascual judía en el don de su amor y en el sello de un nuevo pacto de Dios con
nosotros, que nada podrá romper.
En la Cena que Jesús celebra con sus discípulos cambia
los sacrificios que ofrecían los judíos –el cordero inmolado, los panes sin
levadura, las hierbas amargas–, por
la comida de su propio
cuerpo con la sangre salvadora. En el simple acto de partir el pan y beber una
copa de vino, y en las sencillas palabras: “Esto
es mi cuerpo..., mi sangre”, se concentra todo lo que Jesús es y todo lo
que nos da. Ahí está simbólicamente expresada la prueba máxima de su amor: el
sacrificio de su vida y su glorificación.
La Iglesia, reunida allí en el Cenáculo, recibe este
gesto del Señor como un mandato. Hagan
esto en memoria mía. Por eso, desde aquella noche los cristianos nos
reunimos en la eucaristía, conscientes de que cada vez que comemos juntos el
pan y bebemos la copa anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su
resurrección y expresamos nuestro anhelo más profundo: ¡Ven Señor, Jesús! La
Iglesia sabe que la Eucaristía condensa todo lo que ella es y todo lo que ella
cree; por eso, la Eucaristía es norma de vida del cristiano y de la comunidad.
Por todo esto no debemos olvidar que lo que Jesús hizo
en su Última Cena no fue un simple rito, una ceremonia, una representación. No
tiene sentido celebrar la Eucaristía como un simple rito obligatorio, sin hacer
de nuestra vida una memoria viva de su amor por nosotros.
Toda la vida ha de hacerse “eucaristía”, comunión con
Dios en Cristo y comunión entre nosotros, acción de gracias por los bienes que
Dios nos da y que debemos repartir entre nosotros, servicio generoso regido por
el mandamiento nuevo del amor. Esto es lo que nos mandó hacer Jesús cuando, después
de lavar los pies de sus discípulos y después de partir el pan y ofrecer el
cáliz, les dijo ¡Hagan esto!
En la Eucaristía, el mismo Jesús se nos da como
alimento. Tomen, coman, esto es mi cuerpo.
La comunión es
un encuentro entre dos personas, es la asimilación de mi vida con la suya, mi
transformación y configuración con Aquel que recibimos. Asimismo, el comulgar con Cristo es comulgar con todos sus miembros, de los que
Él es la cabeza, es vivir el ideal al que tendían las primeras comunidades
cristianas que, junto con el compartir un mismo pan y una misma copa, lo tenían
todo en común y se unían entre sí formando solo corazón y una sola alma. Por
eso no se puede separar lo que Jesús ha unido: el “sacramento del altar” y el
“sacramento del hermano”.
Jesús, el amigo que va a morir, se despide de sus
seres queridos. Impresionan los sentimientos de Jesús al lavarles los pies a
los discípulos e instituir la Eucaristía, las palabras que les dice, las
recomendaciones últimas que les da y su oración por ellos. No quiere dejarlos tristes;
les promete el Espíritu Consolador. No quiere dejarlos solos, pues sabe que los
expone a la tentación: les deja su cuerpo como alimento y como signo eficaz de
su presencia real entre ellos: No es posible imaginar una unión mayor y más
estrecha.
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