martes, 6 de marzo de 2018

La parábola del perdón (Mt 18, 21-35)


P. Carlos Cardó SJ
Perdón y florecimiento, óleo sobre lienzo de Alfredo Castañeda (1999 ) Galería de Arte Mexicano, Ciudad de México 
Se adelantó Pedro y le dijo: "Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?". Jesús le respondió: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores.  Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: "Señor, dame un plazo y te pagaré todo". El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda. Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: 'Págame lo que me debes'. El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: 'Dame un plazo y te pagaré la deuda'. Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Este lo mandó llamar y le dijo: '¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de tí?'. E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos".
Jesús ha hablado del perdón y de la corrección fraterna, pero Pedro no quiere entender, pregunta hasta dónde tiene que mantener abierta la posibilidad de llegar a un acuerdo, y busca un límite razonable al deber de perdonar. Parte del supuesto de que él es el agraviado y no tiene necesidad de perdón; como si hubiera dos varas de medir: una cuando me afecta a mí y otra cuando soy yo el que hiere y agravia. Hay que perdonar siempre, es la respuesta de Jesús. Y le propone una parábola.
La parábola contrapone la magnanimidad del señor que perdona una deuda incalculable a un empleado, y la impiedad de éste que no perdona a un compañero una deuda pequeña. Diez mil talentos le han perdonado, pero es incapaz de perdonar cien denarios. Según el historiador Flavio Josefo (+ 101 d.C.) el talento valía diez mil denarios; luego diez mil talentos suman cien millones de denarios. Si se tiene en cuenta que el jornal de un obrero era  un denario al día, aunque trabajase sin parar toda su vida, el empleado de la parábola no podría pagar la deuda.
Esta cifra tan desmesurada da una idea de lo que Dios ha hecho por nosotros. Nos creó por amor y nos encomendó el universo entero para que sirviéndole a Él domináramos lo creado; y cuando por desobediencia perdimos su amistad no nos abandonó al poder de la muerte sino que, compadecido, tendió la mano a todos para que lo encuentre el que lo busca.
Y en el colmo de su amor misericordioso, envió a su propio Hijo, que cargó en su cruz todos nuestros pecados. Así, pues, la deuda que tengo con Dios es mi propio ser, yo mismo soy la deuda que tengo contraída con Él. Pero más que deuda es un regalo, un don infinito que Él me ha dado sin calcular. Por consiguiente, el perdón que debo dar nace del perdón que he recibido.
Mucho queda por hacer para inculcar la importancia del perdón para la formación de una personalidad sana, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Se piensa neciamente que el perdón es algo propio de débiles o una actitud puramente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper con la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, no es echar tierra sobre la historia; es no tomarte la justicia por tu mano, no practicar la ley del talión.
El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Al mismo tiempo supone los sentimientos naturales de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia, pero no da cabida al odio, al rencor ni a la venganza porque son instintos de muerte que dañan a quien se deja llevar por ellos y no construyen nada sino destruyen.
Las relaciones humanas sólo se restablecen cuando se pone fin a la persistente amenaza, y esto sólo se obtiene con la reconciliación. El odio y la venganza, por el contrario, mantienen en el otro la voluntad de seguir haciéndonos daño, y la herida nunca cicatriza.
Pero es de justicia, se suele argüir. En efecto, lo es pero según la justicia que se rige por la norma: quien la hace la paga. No según la justicia que Jesús enseña. Si no leemos mal su evangelio, no nos cabe sino aceptar que el cristiano ama a todos, incluso a su enemigo, se siente en deuda con todos porque es responsable de su hermano; a su adversario le debe reconciliación, al pequeño y al pobre solidaridad, al perdido el salir en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la condonación de la deuda.
Es la disparidad de la justicia divina, hecha de misericordia y amor. Es la justicia que lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de redención y de cambio, porque el otro es mi hermano, hijo del mismo Padre. Esta justicia nos hace ser misericordiosos como el Padre. Nos asemeja a Jesús, que no solo habló de perdón, sino que lo practicó y en la cruz oró por sus verdugos.
Formamos la comunidad de la Iglesia de Cristo no porque no cometamos errores o seamos incapaces de ofendernos mutuamente, sino porque somos perdonados y por eso nos perdonamos.
Y aunque no hayamos tenido que hacer nunca un acto heroico de perdón y, con la ayuda de Dios, no tengamos que vernos en ese trance, siempre  podemos perdonar las humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes, abusos, que la vida ordinaria trae consigo. Por eso nos juntamos a rezar y decimos juntos como el Señor nos enseñó: perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.

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