P.
Carlos Cardó SJ
Noche
en el Gólgota, óleo sobre lienzo de Vasily Petrovich Vereshchagin (1869), Galería
Tretyakov, Moscú, Rusia
Dijo Jesús: «De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios».
Tanto
amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él
no perezca, sino que tenga vida eterna.
Es el mensaje central del evangelio, el núcleo central de nuestra fe. Dios ama
al mundo de manera irrevocable, incondicional y desinteresada. Salido bueno de
las manos del Creador, el mundo se volvió un planeta maltrecho y enfermo. Pero Dios
no deja de amarlo. Dios no cambia porque el hombre cambie. Dios no odia nada de
lo que ha creado, pues si algo odiase, ¿para qué lo habría creado? (cf. Sab 11). Por eso, llegado el tiempo
determinado por él, envió Dios al mundo, como muestra de su amor extremado, el
regalo de su propio Hijo.
El diálogo de Jesús con Nicodemo explica el significado de la entrega
del Hijo de Dios al mundo como la respuesta de Dios, y del mismo Hijo de Dios,
al pecado de la humanidad. Quien cree y confía en esto, da sentido de eternidad
a la vida y fundamenta su esperanza sobre su propio destino y sobre el futuro
del mundo.
Las preguntas fundamentales sobre el sentido y futuro de la existencia
humana se las plantearon también, a su modo, los israelitas a lo largo de su
historia, sobre todo cuando atravesaban alguna crisis que ponía en riesgo sus vidas
o la vida del pueblo como nación. Se las plantearon en su marcha por el
desierto, en particular cuando se vieron atacados por serpientes que los
mordían (Núm 21).
Dios mandó a Moisés levantar una serpiente de bronce en lo alto de
un mástil; quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Sólo de lo
alto puede venir la seguridad última de la vida, sólo alzando su mirada a lo
alto puede el hombre triunfar de sus dificultades y crisis. Haciendo una
comparación, Jesús dice: Así tiene que
ser levantado el Hijo del hombre (Jn 3,14).
Jesús fue levantado a lo alto de una cruz. Para una mirada
exterior, aquello fue la ejecución de un simple condenado, un hecho irrelevante
para la marcha de la historia. Pero el evangelio nos hace ver el sentido profundo
de aquel hecho histórico. El Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere
cargado de oprobios. Con Él está Dios, garantizando su total inocencia y la verdad
de su causa. Un centurión pagano ve en aquella muerte lo que los
expertos en Dios que las han causado no ven: Sin duda este hombre era Hijo de Dios (Mc 15,38).
Los evangelios, pues, nos hacen ver que la pasión y muerte de
Jesús no son sólo un asesinato político-religioso que, en cuanto tal, no habría
tenido mayor importancia en el destino de la humanidad, sino el momento supremo
en que se pone de manifiesto la relación que hay entre Jesús y Dios, la prueba
de que Dios está en Él.
Es Dios quien lo ha enviado y lo ha entregado (Mc 14,41; 10,33.45) para demostrar hasta
dónde llega su amor al mundo. Jesús, por su parte, hace suya la voluntad de su
Padre y entrega libremente su vida, revelando así hasta dónde llega su entrega
por nosotros.
Más aún, los evangelios nos hacen ver en la muerte de Jesús la
revelación suprema de Dios mismo, como un Dios de infinita misericordia y
perdón. Según la idea de Dios que se tenía entonces, basada en algunos escritos
del AT, a consecuencia de la muerte de un inocente como Jesús sólo podía
esperarse un castigo divino contra el autor de tal crimen, en este caso, el
pueblo judío movido por sus autoridades (Mt
21,23-46).
Pero el Dios de Jesús no actúa así. Israel, su pueblo lo rechaza,
pero el amor de Dios no cambia, sigue ofreciendo misericordia y perdón, en
virtud de la sangre de su Hijo, que sufre y muere por los pecadores, en lugar
de ellos, como consecuencia del pecado que, de por sí, tendría que afectar a
los pecadores que lo cometen.
Así, frente a la idea de que Dios castiga, el cristiano sabe que
Dios amó tanto al mundo que llevó su amor hasta el extremo de entregar a su
Hijo único, para que ninguna criatura suya en el mundo perezca, sino que tenga
vida eterna (Jn 3, 16).
Por su parte, Jesús, el Hijo, en perfecta sintonía con el proyecto
de Dios su Padre, está dispuesto igualmente a llegar hasta donde haga falta
para vencer el mal del mundo y el pecado de los hombres con su amor.
Por eso Jesús, entra libremente su pasión y acepta sufrir en su
cuerpo la dolorosa consecuencia del rechazo de Dios, todo el odio y la
injusticia que el pecado del mundo produce. Por eso dirá: “El Hijo del hombre no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y dar
la vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45). “El Padre me ama porque yo doy mi vida para recuperarla. Nadie tiene poder
para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad Y tengo poder para
darla y para recuperarla. Esta es la misión que recibí de mi Padre” (Jn
10,17-18). Jesús hace suyo el don que hace el Padre al mundo, el don de su
propia vida entregada.
Esto es lo que contemplamos: Levantado en la cruz, vemos a un Dios
que quiere salvar a todos, sin excluir a nadie, ni siquiera al más abandonado y
perdido de sus hijos. Dios quiere salvar al mundo, por maltrecho, desordenado e
ingrato que se haya vuelto. El mundo no está solo, no hace solo su viaje por el
tiempo, dejado a su propia suerte.
Y nadie, por perdido que esté y abandonado, morirá solo en la
tierra. Dios llena desde dentro toda soledad y abandono, toda falta de esperanza,
con una presencia que comparte el sufrimiento con un amor que convierte la
oscuridad de la muerte en aurora de vida. El amor vence al odio, el bien
triunfa sobre el mal, el perdón redime y reconstruye.
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