P. Carlos Cardó SJ
Flagelación de Cristo, óleo sobre lienzo de Michelangelo da
Caravaggio (1607), Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles, Italia
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Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón.
Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos.
Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus
discípulos se reunían allí con frecuencia. Entonces Judas, al
frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los
sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas.
Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les
preguntó: "¿A quién buscan?".
Le respondieron: "A Jesús, el Nazareno".
El les dijo: "Soy yo".
Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos.
Cuando Jesús les dijo: "Soy yo", ellos retrocedieron y
cayeron en tierra.
Les preguntó nuevamente: "¿A quién buscan?".
Le dijeron: "A Jesús, el Nazareno".
Jesús repitió: "Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien
buscan, dejen que estos se vayan".
Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: "No he
perdido a ninguno de los que me confiaste".
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al
servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se
llamaba Malco.
Jesús dijo a Simón Pedro: "Envaina tu espada. ¿Acaso no
beberé el cáliz que me ha dado el Padre?".
El destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos,
se apoderaron de Jesús y lo ataron.
Lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo
Sacerdote aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los
judíos: "Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo".
Entre tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a
Jesús. Este discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en
el patio del Pontífice, mientras Pedro permanecía afuera, en la
puerta. El otro discípulo, el que era conocido del Sumo Sacerdote, salió, habló
a la portera e hizo entrar a Pedro.
La portera dijo entonces a Pedro: "¿No eres tú también uno de
los discípulos de ese hombre?". El le respondió: "No lo soy".
Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que
habían encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al
fuego.
El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de
su enseñanza.
Jesús le respondió: "He hablado abiertamente al mundo;
siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos,
y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me interrogas a mí?
Pregunta a los que me han oído qué les enseñé. Ellos saben bien lo que he
dicho".
Apenas Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una
bofetada, diciéndole: "¿Así respondes al Sumo Sacerdote?".
Jesús le respondió: "Si he hablado mal, muestra en qué ha
sido; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?".
Entonces Anás lo envió atado ante el Sumo Sacerdote Caifás.
Simón Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le
dijeron: "¿No eres tú también uno de sus discípulos?". El lo negó y
dijo: "No lo soy".
Uno de los servidores del Sumo Sacerdote, pariente de aquel al que
Pedro había cortado la oreja, insistió: "¿Acaso no te vi con él en la
huerta?". Pedro volvió a negarlo, y en seguida cantó el gallo.
Desde la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de
madrugada. Pero ellos no entraron en el pretorio, para no contaminarse y poder
así participar en la comida de Pascua. Pilato salió a donde estaban
ellos y les preguntó: "¿Qué acusación traen contra este hombre?".
Ellos respondieron: "Si no fuera un malhechor, no
te lo hubiéramos entregado".
Pilato les dijo: "Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según
la Ley que tienen".
Los judíos le dijeron: "A nosotros no nos está permitido dar
muerte a nadie". Así debía cumplirse lo que había dicho Jesús
cuando indicó cómo iba a morir.
Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le
preguntó: "¿Eres tú el rey de los judíos?".
Jesús le respondió: "¿Dices esto por ti mismo u otros te lo
han dicho de mí?".
Pilato replicó: "¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los
sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?".
Jesús respondió: "Mi realeza no es de este mundo. Si mi
realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para
que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí".
Pilato le dijo: "¿Entonces tú eres rey?".
Jesús respondió: "Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he
nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la
verdad, escucha mi voz".
Pilato le preguntó: "¿Qué es la verdad?". Al decir esto,
salió nuevamente a donde estaban los judíos y les dijo: "Yo no encuentro
en él ningún motivo para condenarlo. Y ya que ustedes tienen la
costumbre de que ponga en libertad a alguien, en ocasión de la Pascua, ¿quieren
que suelte al rey de los judíos?".
Ellos comenzaron a gritar, diciendo: "¡A él no, a
Barrabás!". Barrabás era un bandido.
Pilato mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados
tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron
con un manto rojo, y acercándose, le decían: "¡Salud, rey de
los judíos!", y lo abofeteaban.
Pilato volvió a salir y les dijo: "Miren, lo traigo afuera
para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena".
Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato
les dijo: "¡Aquí tienen al hombre!".
Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron:
"¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "Tómenlo ustedes
y crucifíquenlo. Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo".
Los judíos respondieron: "Nosotros tenemos una Ley, y según
esa Ley debe morir porque él pretende ser Hijo de Dios".
Al oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía. Volvió
a entrar en el pretorio y preguntó a Jesús: "¿De dónde eres tú?".
Pero Jesús no le respondió nada.
Pilato le dijo: "¿No quieres hablarme? ¿No sabes que tengo
autoridad para soltarte y también para crucificarte?".
Jesús le respondió: " Tú no tendrías sobre mí ninguna
autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto. Por eso, el que me ha
entregado a ti ha cometido un pecado más grave".
Desde ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los
judíos gritaban: "Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se
hace rey se opone al César".
Al oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un
estrado, en el lugar llamado "el Empedrado", en hebreo,
"Gábata". Era el día de la Preparación de la Pascua,
alrededor del mediodía.
Pilato dijo a los judíos: "Aquí tienen a su rey".
Ellos vociferaban: "¡Que muera! ¡Que muera!
¡Crucifícalo!".
Pilato les dijo: "¿Voy a crucificar a su rey?".
Los sumos sacerdotes respondieron: "No tenemos otro rey que
el César".
Entonces Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y ellos se
lo llevaron.
Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para
dirigirse al lugar llamado "del Cráneo", en hebreo
"Gólgota". Allí lo crucificaron; y con él a otros dos,
uno a cada lado y Jesús en el medio.
Pilato redactó una inscripción que decía: "Jesús el Nazareno,
rey de los judíos", y la hizo poner sobre la cruz. Muchos
judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue crucificado
quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo, latín y griego.
Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: "No
escribas: 'El rey de los judíos', sino: 'Este ha dicho: Yo soy el rey de los
judíos'.
Pilato respondió: "Lo escrito, escrito está".
Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus
vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron
también la túnica, y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola
pieza de arriba abajo, se dijeron entre sí: "No la rompamos.
Vamos a sortearla, para ver a quién le toca".
Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis
vestiduras y sortearon mi túnica.
Esto fue lo que hicieron los soldados.
Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su
madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la
madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer,
aquí tienes a tu hijo".
Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y
desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.
Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la
Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: Tengo sed.
Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una
esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca. Después
de beber el vinagre, dijo Jesús: "Todo se ha cumplido". E inclinando
la cabeza, entregó su espíritu.
Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a
Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar
sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese
sábado era muy solemne. Los soldados fueron y quebraron las piernas
a los dos que habían sido crucificados con Jesús. Cuando llegaron a
él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino
que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó
sangre y agua.
El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe
que dice la verdad, para que también ustedes crean.
Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le
quebrarán ninguno de sus huesos. Y otro pasaje de la Escritura,
dice: Verán al que ellos mismos traspasaron.
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús
-pero secretamente, por temor a los judíos- pidió autorización a Pilato para
retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo. Fue
también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y
trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos. Tomaron
entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla
de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos. En
el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba nueva, en
la que todavía nadie había sido sepultado. Como era para los judíos
el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.
El evangelista san Juan presenta la pasión de Jesús
como la revelación del amor que triunfa sobre el mal del mundo y la muerte. En
Jesús muerto en la cruz, la vieja humanidad, alejada de Dios por el pecado, muere
y renace como una nueva humanidad, cuyo destino es el reino de Dios.
Esta transformación acompaña toda la narración. La
traición y arresto de Jesús en el Huerto de los Olivos, las afrentas en casa del
sacerdote Caifás y en el pretorio de Pilato, la tortura de la flagelación, la
corona de espinas y el manto púrpura, la proclamación que hace de Él Pilato: ¡He ahí al Hombre!, Aquí tienen a su Rey!,
todos son preparativos de su entronización.
En su cruz se ha escrito su título de rey. Levantado en alto, se cumple lo que
había dicho: Cuando sea elevado sobre la
tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12,32).
De este modo la cruz, patíbulo infame, se convierte en
el trono del Hijo de Dios, desde el que juzga y derrota a la maldad del mundo
(cf. Jn 12,31). San Pablo dirá: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia
(Rom 5, 20). Toda la injusticia y maldad del mundo se concentran para dar
muerte al inocente. Todo el amor con que Dios y su Hijo aman al mundo llega hasta
el extremo de aceptar este destino y vencer esa misma maldad con el perdón, la bondad
y la misericordia.
Jesús convierte su muerte de asesinato perverso en
ofrenda voluntaria de su cuerpo entregado y de su sangre derramada, como la
prueba suprema de cuánto es capaz de hacer Dios para que nadie se pierda, para
que la maldad no triunfe en ninguno de sus hijos e hijas. Mirando la cruz no
podemos dejar de ver ¡cuánto nos ama Dios!
La pasión y muerte de Jesús son el triunfo del amor.
Por eso, Juan nos hace advertir la serie de pequeños y grandes actos del amor
misericordioso de Jesús que se suceden durante su pasión. Todo es don en la pasión y
muerte del Señor: continúa preocupándose
por los suyos y pide que lo arresten a él solo, confía su madre al discípulo...
Y, con la convicción de haber realizado plenamente la misión que el Padre le ha
encomendado, inclina la cabeza y nos da el Espíritu.
Finalmente, de su costado traspasado por la lanza,
sale sangre y agua, signos de la Iglesia ahí representada en el agua del
bautismo y la sangre de la eucaristía. La sobreabundancia de mal es cambiada
por el amor del Padre, por Jesús y con el Espíritu, en sobreabundancia de bien.
Se nos invita, pues, a contemplar la cruz del Señor y
admirarnos del amor de Dios por la humanidad, por cada ser humano en concreto,
por ti, por mí. Se nos invita a creer en el valor de la vida humana que ha sido
amada por Dios hasta este punto. Se nos invita a mirar el Corazón traspasado de
Cristo –Mirarán al que atravesaron– para que sea Él quien marque la dirección
y sentido del camino por donde se alcanza la vida verdadera: camino del amor
que mueve a amar como somos amados. Así nos haremos fuertes para llevar nuestra
cruz, como Jesús llevó la suya, para hacer de ella una ocasión recóndita de
entrega y ofrecimiento.
Con
estos sentimientos, adoremos la cruz salvadora. Contemplemos al Señor levantado
a lo alto y supliquémosle que nos mire como miró a su bendita madre o al
discípulo al que tanto quería y digámosle:
«Acuérdate de mí, Señor, con misericordia, no recuerdes mis pecados,
sino piensa en tu cruz; acuérdate del amor con que me amaste hasta dar tu vida
por mí; acuérdate en el último día de que durante mi vida yo sentí tus
sentimientos y compartí tus sufrimientos con mi propia cruz a tu lado. Acuérdate entonces de mí y haz
que yo ahora me acuerde de ti» (Bto. Henry Newman).
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