P.
Carlos Cardó SJ
Gólgota (Crucifixión), óleo sobre lienzo de Edvard Munch (1900), Museo Guggenheim, Nueva York |
Jesús dijo a los fariseos: "Yo me voy, y ustedes me buscarán y morirán en su pecado. Adonde yo voy, ustedes no pueden ir". Los judíos se preguntaban: "¿Pensará matarse para decir: 'Adonde yo voy, ustedes no pueden ir'?". Jesús continuó: "Ustedes son de aquí abajo, yo soy de lo alto. Ustedes son de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso les he dicho: 'Ustedes morirán en sus pecados'. Porque si no creen que Yo Soy, morirán en sus pecados".
Los judíos le preguntaron: "¿Quién eres tú?". Jesús les respondió: "Esto es precisamente lo que les estoy diciendo desde el comienzo. De ustedes, tengo mucho que decir, mucho que juzgar. Pero aquel que me envió es veraz, y lo que aprendí de él es lo que digo al mundo". Ellos no comprendieron que Jesús se refería al Padre. Después les dijo: "Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy y que no hago nada por mí mismo, sino que digo lo que el Padre me enseñó. El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada". Mientras hablaba así, muchos creyeron en él.
En la cruz se revela la identidad humana y divina de Jesús.
Rechazado por sus hermanos, humillado y condenado por las autoridades de su
pueblo, será ahí mismo reconocido por Dios, que garantizará la verdad de su
causa, lo revelará como su Hijo, y hará que brille en Él su gloria, resplandor
de su ser divino, la
gloria propia del Hijo único del Padre, lleno
de gracia y de verdad (1,14), amor y lealtad.
En el evangelio de Juan, cruz y resurrección son dos caras de un
mismo misterio. Por eso, “levantado”
significa a la vez crucificado y resucitado. Juan ve la pasión como
glorificación. Ya antes Jesús había dicho que convenía que el Hijo del hombre
fuera levantado como la serpiente de
Moisés en el desierto, para que quienes lo vean sean salvados (Jn 3,15ss). Dirá
asimismo: Una vez que haya sido elevado
sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí (12,31).
San Juan no ve en la muerte de Jesús un simple hecho natural, ni
un simple asesinato político-religioso o una tragedia incomprensible. Para el
evangelista, Jesús realiza en la cruz su vuelta
al Padre. Pero como los contemporáneos de Jesús no conocen a Dios, tampoco
reconocen al Hijo. Sus mismos discípulos, antes de vivir la experiencia de su
resurrección, quedarán abrumados pensando que su muerte ha sido su más radical
fracaso.
Y en cierto modo nos ocurre a nosotros también algo semejante
cuando pensamos en nuestra muerte no como una vuelta y encuentro definitivo con
Dios, sino como mera separación y privación de la vida, como el fin
irremediable de lo que somos, que hace inútil toda tentativa de ponernos a
salvo.
El
que me envió está conmigo y no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le
agrada. Con esta certidumbre interior vive y muere Jesús. Su absoluta
identificación con la voluntad de su Padre –que lo ha enviado para demostrar
hasta dónde es capaz de llegar el amor que salva– hace que su aceptación de la
muerte no sea pasiva, sino activa, como un acto supremo de entrega de la propia
vida.
Por eso los cristianos hablamos de la cruz de Jesús como una ofrenda
y un sacrificio que nos salva. En la muerte de Jesús, culminación de una misión
recibida, su Padre, lo glorifica y da cumplimiento al proceso de revelarse al
mundo como un Dios cercano. Por eso, el evangelio de San Juan ve en el Jesús
levantado en la cruz la revelación de Yo-soy: Cuando levanten en alto al Hijo del hombre, entonces reconocerán que yo soy.
Levantado en la cruz, Jesús revela quién es Dios y quien es Él. Ya
no se puede dudar, el Dios que en la persona de Jesús se ha acercado a nosotros
es el Dios amor, capaz de cargar sobre sí el mal de sus hijos e hijas a quienes
ama, capaz de perdonar y dar su vida a quienes lo llevan a la muerte.
Sólo en la cruz conocemos en verdad quien es Yo-soy. Por eso,
Pablo dirá que el mensaje de la cruz es sabiduría y poder de Dios (1Cor 1,18ss). En la cruz se revela el
Dios que libera de toda esclavitud. El abismo del mal es llenado por Dios con
su amor incondicionado y sin límites, con el que vence al mal y quita el pecado
del mundo.
Se cumple así en sentido pleno la paradoja que José les hizo ver a
sus hermanos en las consecuencias de su mala acción cometida contra Él de
venderlo como esclavo a los egipcios: Ustedes
habían pensado hacerme el mal, pero Dios ha querido cambiarlo en bien, para
hacer lo que estamos viendo: dar vida a un gran pueblo (Gen 50,20).
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