P. Carlos Cardó, SJ
Las dos Marías en el sepulcro, óleo
sobre lienzo de Bartolomeo Schedoni (1613), Galería Nacional de Parma, Italia
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Transcurrido el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. De pronto se produjo un gran temblor, porque el ángel del Señor bajó del cielo y acercándose al sepulcro, hizo rodar la piedra que lo tapaba y se sentó encima de ella. Su rostro brillaba como el relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron como muertos. El ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: "No teman. Ya sé que buscan a Jesús, el crucificado. No está aquí; ha resucitado, como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde lo habían puesto. Y ahora, vayan de prisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de ustedes a Galilea; allá lo verán’. Eso es todo".Ellas se alejaron a toda prisa del sepulcro, y llenas de temor y de gran alegría, corrieron a dar la noticia a los discípulos. Pero de repente Jesús les salió al encuentro y las saludó. Ellas se le acercaron, le abrazaron los pies y lo adoraron. Entonces les dijo Jesús: "No tengan miedo. Vayan a decir a mis hermanos que se dirijan a Galilea. Allá me verán".
Celebramos
la Resurrección del Señor. La Iglesia canta la alegría de esta noche “inundada
de tanta claridad”. Todo lo que creemos, amamos y esperamos tiene su origen y
fundamento en la Pascua del Señor. Es el triunfo del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo, que, rotas las cadenas de
la muerte, es atraído por Dios, su Padre, a su mismo nivel de existencia
divina, desde donde nos asegura también a nosotros el logro feliz de nuestro destino:
la realización de lo que anhelamos, la liberación del pecado, del dolor y de la
muerte, la unión con Él hasta participar de su misma vida divina.
La resurrección fundamenta nuestra esperanza y nos da motivos para
seguir esperando en toda circunstancia, seguros de que si Cristo resucitó también nosotros resucitaremos. Por eso no nos
afligimos como los que no tienen esperanza (1 Tes 4,13), aunque vivimos en un mundo que, al igual que en tiempos
de Jesús y de los primeros cristianos, encuentre tantas “razones”
(¡sinrazones!) para creer que la muerte es lo único que pone fin a tantos
males, echando por la borda al mismo tiempo toda esperanza.
Siempre la resurrección ha suscitado incredulidad e incluso burla
(Hech 17,32; 26,24). No es una teoría
ni se deduce de datos humanos. Es verdad de fe que ilumina la mente, el corazón
y la voluntad de quienes acogen el evangelio y se confían al poder de Dios.
El texto de Mateo habla de las mujeres que, en compañía de la
Madre del Crucificado, habían presenciado los dolorosos sucesos del Viernes Santo
y, movidas por el amor que busca la presencia del ser querido, son las primeras
testigos de la victoria de su Señor. Por eso, ellas reciben el encargo de
transmitir a los discípulos, que abandonaron a Jesús, la buena noticia y la
orden de reunirse en Galilea donde Él los espera, como les había anunciado.
Mateo
hace ver también las repercusiones cósmicas de la resurrección del Señor: la
tierra se retuerce como con dolores de mujer en parto y la oscuridad de la
tumba resplandece con el fulgor del anuncio de la vida que triunfa: se
instauran los cielos nuevos y la tierra nueva. Las dudas y temores ceden paso a la alegría que saca del lugar de
la tumba y envía al espacio de la fraternidad, en donde el Resucitado se hace
presente.
La
resurrección envía de nuevo a Cristo al mundo y manda a sus amigos a
encontrarlo en la vida de todos los días. Hay que ponerse en camino e ir a
comunicar la buena noticia; hay que volver adonde Él se manifiesta. Regresen a
sus labores, a sus familias, a su entorno, a su barrio, a su propia Galilea, allí
donde se encuentran los abatidos y los pobres, que saben de las preferencias de
Jesús. Toda la vida cristiana es envío, misión. Todo el evangelio tiende a la
misión hacia los hermanos. Ahí realizamos nuestra vocación de hijos y estamos
con Él, que no nos abandona nunca.
No
sabríamos qué es la Pascua, ni tendríamos la experiencia de los testigos de la
resurrección, si sólo quisiéramos recuperar un cadáver, que nos dejaría como
antes, encerrados en nuestro egoísmo, vencidos por la maldad y la injusticia de
quienes han pretendido dar muerte a la Vida.
Proclamemos su Triunfo.
Vivamos la alegría del Santo y Feliz Jesucristo. Digamos con las mujeres:
Va por delante de nosotros, señalando el camino. Lo
verán en Galilea, en todos esos espacios en los que Él quiere ser amado,
seguido y servido.
La
vida atraviesa la muerte y empieza para nosotros una nueva vida.
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