P.
Carlos Cardó, SJ
Cristo
y la mujer adúltera, óleo sobre lienzo de Anton Van Dyck (1621), Iglesia del Hospital
de la Venerable Tercera Orden de San Francisco, Madrid
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En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos y al amanecer se presentó de nuevo en el templo, donde la multitud se le acercaba; y Él, sentado entre ellos, les enseñaba.Entonces los escribas y fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola frente a Él, le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?".Le preguntaban esto para ponerle una trampa y poder acusarlo. Pero Jesús se agachó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían en su pregunta, se incorporó y les dijo: "Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra". Se volvió a agachar y siguió escribiendo en el suelo.Al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer, que estaba de pie, junto a Él.Entonces Jesús se enderezó y le preguntó: "Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?" Ella le contestó: "Nadie, Señor". Y Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar".
El Hijo de Dios no ha venido para condenar sino para
salvar (Jn 3,17). Su modo de ser choca con el modo de ser de los que se creen puros y
juzgan a los demás.
Éstos, los fariseos y doctores de
la ley, le traen a una mujer que han sorprendido en adulterio. Según la ley (Lev 20,10), era un delito que se
castigaba con la pena de muerte. Pero lo que ellos quieren es juzgar a Jesús.
Por eso le preguntan: Señor, esta mujer
ha sido atrapada en adulterio. ¿Qué dices sobre ello? Si Jesús se opone al
castigo, desautoriza la ley de Moisés; si lo aprueba, echa por tierra toda su
enseñanza sobre la misericordia y contradice la autoridad con que él mismo ha
perdonado a los pecadores. Al mismo tiempo, si afirma que se debe apedrear a la
mujer, entra en conflicto con los romanos que prohíben a los judíos aplicar la
pena de muerte; y si se opone, aparece en contra de las aspiraciones de los judíos
de ejercer con autonomía sus derechos. La pregunta era capciosa por donde se la
viera.
Pero Jesús hace presente a Aquel
que da la ley y es la fuente de toda justicia. Con esa autoridad tiene que
hacer ver que el amor misericordioso ha de ser la norma de todo comportamiento
humano. Por eso guarda silencio y con su gesto de ponerse a escribir con el
dedo en el suelo, parece no interesarse en la cuestión planteada.
La mujer,
por su parte, con su dignidad por los suelos, no puede aducir nada; sólo aguarda
la terrible condena. Pero ella no imagina que a su lado está quien personifica
la misericordia. Sabe, sí, que su vida está en manos de ese rabí galileo
llamado Jesús, que recorre los pueblos haciendo el bien a la gente y es amigo de
pecadores y publicanos. No puede adivinar que Él la conoce mejor que quienes la
acusan, que ya la ha mirado con profunda compasión y que está dispuesto incluso
a dar su vida por ella, como el pastor bueno que sale a buscar a la oveja
perdida.
De pronto, se
escucha la voz de Jesús: indulta a la mujer, le otorga la remisión de la pena
que podría corresponderle: Aquel de
ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra. Y se van
retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos.
Se quedan
solos Jesús y la mujer. “Quedaron frente a frente la mísera y la misericordia”,
dice San Agustín. ¿Mujer, dónde están los
que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?, pregunta Jesús. Ninguno, Señor, responde ella con estupor
por lo sucedido. Tampoco yo te condeno,
añade Jesús. Puedes irte, pero no vuelvas
a pecar. Un futuro de dignidad, de vida rehecha y transformada se abre para
ella.
Hay que detenerse a contemplar
esta imagen de Jesús. A todos nos conviene porque a veces podemos ser duros e
insensibles. El amor está por encima de la intransigencia, resuelve el pecado,
vence al castigo. El amor integra, no discrimina, no excluye.
Pensando en la pobre Iglesia de
los pecadores, el P. Karl Rahner dejó esta reflexión: «Esta Iglesia está ante Aquel
al que ha sido confiada, ante Aquel que la ha amado y se ha entregado por ella
para santificarla, ante Aquel que conoce sus pecados mejor que los que la acusan. Pero él
calla. Escribe sus pecados en la arena de la historia del mundo que pronto se
acabará y con ella su culpa. Calla unos instantes que nos parecen siglos. Y
condena a la mujer sólo con el silencio de su amor, que da gracia y sentencia
libertad. En cada siglo hay nuevos acusadores de ‘esta mujer’ y se retiran una
y otra vez comenzando por el más anciano. Uno tras otro. Porque no había
ninguno que estuviese sin pecado. Y al final el Señor estará solo con la mujer. Y entonces se
levantará y mirará a la adúltera, su esposa, y le preguntará: ¿Mujer, dónde están los que te acusaban?,
¿ninguno te ha condenado? Y ella responderá con humildad y arrepentimiento
inefables: Ninguno, Señor. Y estará
extrañada y casi turbada porque ninguno lo ha hecho. El Señor empero irá hacia
ella y le dirá: Tampoco yo te condenaré.
Besará su frente y le dirá: Esposa mía,
Iglesia santa». (Karl Rahner, Iglesia de los pecadores).
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