P. Carlos Cardó, SJ
Cristo de
San Juan de la Cruz, óleo sobre lienzo de Salvador Dalí (1951), Museo Kelvingrove,
Glasgow, Escocia
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"Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él. El que cree en Él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran. En cambio, el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios".
Exaltar la cruz, venerarla, no tiene ningún sentido para un mundo
que busca lo contrario: gozo, placer, buena vida; y considera morboso honrar el
sufrimiento. Pero aun sin llegar a extremos, el hecho es que todos queremos una
vida segura, libre de sufrimientos y con un final feliz. Nadie puede querer una
muerte funesta y sin sentido, que daría al suelo con nuestras esperanzas. Pero
¿quién nos puede asegurar eso? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde
sin más en un final nefasto e inesperado?
Los
israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando se vieron
atacados por serpientes en el desierto (Num
21). Moisés levantó una serpiente de bronce en lo alto de un mástil y quienes
la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús
dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del hombre (3,14). Pero hay una enorme distancia entre la salud que
obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que trae
Jesús levantado en la cruz.
Jesús fue clavado en lo alto de una cruz. Para una mirada
exterior, allí no hubo más que la muerte de un simple condenado, sin
importancia alguna para la historia. Pero el evangelio nos hace mirar en
profundidad: el Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere en un
horrendo patíbulo.
Detrás de Él está Dios mismo. La pasión y muerte de Jesús ponen de
manifiesto la relación que hay entre Él y Dios. Es Dios quien lo ha enviado y
entregado por amor a la humanidad. El sentido de la muerte de Jesús en la cruz es
que Dios “entrega” al Hijo del hombre en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su
parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida, revelando así
hasta dónde llega el amor de Dios al mundo y hasta dónde llega su propio amor por
nosotros.
Así fueron los hechos. Israel no quiso oír a Jesús, rechazó su
mensaje, no lo siguió. Como consecuencia de ello, una hostilidad cada vez mayor
se desencadenó contra Jesús, como una confabulación para darle muerte: vieron
en él una amenaza a la fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía
al culto y a la moral judía, al sábado, al templo y a sus sagradas traiciones.
Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y de que podía seguir la
suerte de los profetas.
Sin embargo –y aquí reside lo más característico de la imagen del
Dios que Jesús revela– a ese pueblo que lo rechaza y que da muerte a su Hijo, Dios
le sigue ofreciendo misericordia y perdón, en virtud de la sangre de su mismo Hijo
ofrecida como sacrificio redentor y expresión suprema del amor que salva. En la
cruz de Jesús se revela el poder del amor que todo lo puede y lo regenera todo.
Así se cumplió lo dicho por el evangelista San Juan: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el
que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16).
Por eso los cristianos veneramos la Cruz, porque ella nos hace ver
que Dios quiere salvar a todos, sin excluir a nadie, ni siquiera al más abandonado
y perdido de sus hijos. Ya nadie morirá solo en esta tierra. Si sus ojos se
fijan en la cruz de su Señor, podrá sentir que Dios comparte su angustia y soledad,
y le garantiza una vida nueva.
Por eso, «Jesucristo, amor de Dios crucificado, no sólo está en
los símbolos de la cruz y en los signos eucarísticos. Dios está también en el
inmenso dolor de los enfermos, de los humillados y maltratados, incluso de
quienes están tan enfrascados en el pecado que parecen no tener salida. Y está
como el amor que comparte las heridas y la consternación.
Siempre que el hombre grite a Dios por cualquier dolor o
sufrimiento, siempre estará acompañado por el grito de ese Dios humano que es
Jesús de Nazaret. Ahí está. Quien en su confianza y esperanza se alimenta de
este “pan”, hace que esas situaciones pierdan su carácter infernal. «Porque ese amor da a los que sufren una fe
tal que es capaz de vencer a todos los poderes destructores y negativos, y
muestra nuevos caminos hacia una vida sanada y feliz, antes y después de la
muerte» (Medard Kehl).
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