P.
Carlos Cardó, SJ
Incredulidad
de Santo Tomás, óleo sobre lienzo de Gerard van Honthorst (1620), Museo del
Prado, Madrid
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Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: "La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo". Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar".Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: "Hemos visto al Señor". Pero él les contestó: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré".Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes". Luego le dijo a Tomás: "Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree". Tomás le respondió: "¡Señor mío y Dios mío!" Jesús añadió: "Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto".Otros muchos signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritos en este libro. Se escribieron éstos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.
La experiencia de Jesucristo Resucitado tuvo para los discípulos
una fuerza transformadora que cambió sus vidas para siempre. El evangelio hace
ver que esa fuerza transformadora sigue disponible para nosotros y puede
cambiarnos también a nosotros.
Después que Jesús fue crucificado, muerto y sepultado, el grupo de
sus discípulos se disolvió. Y ninguno de ellos creyó a los primeros anuncios de
su resurrección. De pronto, sin embargo, algo en su interior los llevó a
reunirse de nuevo en Jerusalén, aunque a puertas cerradas, por miedo. Entonces,
cumpliendo la promesa que había hecho: donde
estén dos o tres reunidos en mi Nombre, allí estaré yo, Jesucristo se les
hace presente, atraviesa los muros del miedo y la desilusión, y les da la paz.
Se
presentó en medio de ellos (v.19), en el centro de la comunidad. Jesús es y debe ser el centro de todo
lo que la Iglesia –allí representada– realiza o proclama, es el centro íntimo de
nuestras personas y el centro de convergencia al que debemos apuntar si
queremos darle una orientación segura y fecunda a nuestra vida.
Y
les dijo: La paz esté con ustedes… (vv. 19 y
21). La paz es la señal cierta de la presencia del Resucitado, es su saludo
característico, el fruto primero de su Espíritu que actúa en los corazones. La
paz, shalom, que en la Biblia es el
conjunto de los bienes prometidos por Dios y esperados por la humanidad, fundamenta
las relaciones de las personas y de los pueblos en la justicia. La paz es
signo de la gracia de Dios en nuestros corazones y del orden social basado en
la justicia. La paz restablece al creyente en la confianza, es garantía de la
esperanza.
Entonces, el Señor Jesús les
mostró las manos y el costado (v. 20): se les dio a conocer haciéndoles
referencia a su historia, a lo que hizo por nosotros. Siempre podemos
reconocerlo por lo que Él hace por nosotros. Los discípulos comprendieron al
mismo tiempo que el Resucitado allí presente era el mismo Jesús de Nazaret, Galilea,
Judea y el Calvario, no otro. Y se
llenaron de alegría, de la alegría que el mismo Jesús les había anunciado
antes de partir: volveré y de nuevo se
alegrarán con una alegría que ya nadie les podrá quitar (Jn 16,22). La
Iglesia vive de esa alegría, la necesitamos, no se puede vivir sin ella. Ella demuestra
que confiamos en la presencia continua del Señor en la Iglesia: el Señor no la
abandonará; salvada, nadie ni nada prevalecerá contra ella.
Viene luego un gesto simbólico:
Sopló sobre ellos. Y les dijo:
Reciban el Espíritu Santo. Este gesto evoca el soplo creador de Dios sobre
Adán y sugiere que la obra que el Padre realiza con la resurrección de su Hijo equivale
a una nueva creación, al nacimiento de una humanidad nueva liberada, capaz de
vivir según su Espíritu y de demostrar que el pecado, el mal de este mundo, pierde
su fuerza opresora cuando se sigue a Cristo y se acepta su perdón.
Al domingo siguiente Jesús se vuelve aparecer. Esta vez está en el
grupo Tomás, que no estaba en la casa, cuando Jesús se les apareció. Como todos
los demás, Tomás había pasado por la dura crisis de la muerte del Señor. Se
aisló, rechazó el testimonio dado por María Magdalena y las otras mujeres, ni
quiso creer tampoco a lo que decían sus compañeros: que era verdad, que el
Señor había resucitado y se había aparecido a Simón. Pero a pesar de todo,
Tomás siente la necesidad de vivir él también la experiencia de la presencia
viva del Señor para poder dar testimonio y colaborar en su obra. Pero supedita
su fe a lo que pueda ver con sus ojos.
El Señor se muestra dispuesto a responder a su deseo: Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca
tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo sino creyente. La duda
de Tomás queda resuelta y ya, sin necesidad de comprobaciones físicas, su
respuesta resuelta demuestra el reconocimiento de quien está dispuesto a
cambiar y seguir al Señor hasta las últimas consecuencias: ¡Señor mío y Dios mío!
Con estas palabras –que han pasado a ser una síntesis de la
confesión de fe cristiana– Tomás confiesa su fe en la divinidad y humanidad de
Jesucristo. En el agujero de los clavos y en la herida de su costado, Tomás ha
reconocido a su Señor, a quien vio clavado en la cruz, y ha reconocido también
al Dios a quien nadie ha visto nunca, y que en la cruz nos reveló su amor extremado.
Un gran teólogo, Romano Guardini, escribió a este propósito: “Tomás pudo creer
porque la misericordia de Dios le tocó el corazón y le dio la gracia del ver
interior, la apertura y la aceptación del corazón. Es más, el ver y tocar
exterior no le hubiera valido para nada. Lo hubiera considerado una ilusión”.
Las palabras finales de
Jesús, “Dichosos los que crean sin haber
visto”, están dirigidas a los cristianos de todos los tiempos, a nosotros, para
que creamos en la resurrección de Jesús, fiados en la fe de
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