P. Carlos Cardó, SJ
El Pacto de Judas, témpera sobre madera de Duccio Di Buoninsegna (1308),
Museo dell Opera Metropolitana del Duomo, Siena, Italia
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En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: ¿Cuánto me dan si les entrego a Jesús?" Ellos quedaron en darle treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregárselos. El primer día de la fiesta de los panes Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: "¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?" El respondió: "Vayan a la ciudad, a casa de fulano y díganle: `El Maestro dice: Mi hora está ya cerca. Voy a celebrar la Pascua con mis discípulos en tu casa’”.Ellos hicieron lo que Jesús les había ordenado y prepararon la cena de Pascua. Al atardecer, se sentó a la mesa con los Doce y mientras cenaban, les dijo: "Yo les aseguro que uno de ustedes va a entregarme". Ellos se pusieron muy tristes y comenzaron a preguntarle uno por uno: "¿Acaso soy yo, Señor?" Él respondió: "El que moja su pan en el mismo plato que yo, ése va a entregarme. Porque el Hijo del hombre va a morir, como está escrito de Él; pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre va a ser entregado! Más le valiera a ese hombre no haber nacido". Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: "¿Acaso soy yo Maestro?" Jesús le respondió: "Tú lo has dicho".
Con la traición de Judas, uno de
los más íntimos de Jesus, el evangelista Mateo acentúa la atroz oscuridad en
que va a desarrollarse la historia de la pasión del Señor. Es verdad que deja
constancia de que todo iba a suceder conforme lo había ya predicho Jesús y de
acuerdo a un designio de Dios (26, ls);
sabe también, cuando escribe su evangelio, que de la oscuridad de la pasión
brotará la luz de la resurrección, (16,
21; 17,23; 20, 19), pero lo que nos narra mantiene todo el carácter
enigmático, sobrecogedor y nunca dominable del todo que tuvieron los
acontecimientos de la pasión y muerte del Señor para los primeros testigos.
Jesús había anunciado que el Hijo
del hombre dentro de dos días iba a ser entregado e iba a sufrir muerte de cruz
(26, 2). Ahora asegura que ha llegado
ya «la hora» (26, 45s), «su tiempo».
Habla de ello con toda conciencia, empeñándose a sí mismo, y como quien se ha
determinado a dar cumplimiento a la obra que se le ha encomendado. No va
pasivamente. El Hijo del hombre no ha
venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por todos,
había dicho claramente (Mt 20,28) Y
en el evangelio de Juan es más enfático aún: A mí nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mi propia voluntad.
Tengo poder para darla y para recuperarla (Jn 10,18).
Este señorío personal y
determinación con que procede Jesús se muestra también en la orden que da a
continuación a sus discípulos para que preparen su cena pascual y en la forma
como dispone de la casa de un desconocido de Jerusalén para celebrarla. Los
discípulos obedecen. Consciente o inconscientemente, realizan lo propio del
discípulo, que es cumplir lo que el Maestro les dice, o lo propio de los familiares
de Jesús, que es cumplir la voluntad de su Padre que está en los cielos (12, 50).
Al
atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Cae la noche
del poder del mal y de la tiniebla. Y Jesús anuncia que uno de sus discípulos lo
va a entregar. El clima se ensombrece aún más por el desánimo y la tristeza que
embarga a los discípulos. Consternados, uno a uno le preguntan: ¿Acaso soy yo, Señor? Nunca han pensado
una cosa así y, naturalmente esperan una respuesta negativa. Pero la situación
es tan dramática que los ha puesto inseguros.
El cristiano puede identificar
dentro de sí la inseguridad que sienten los discípulos y puede ver reflejadas
en su pregunta sus propias inquietudes sobre la baja calidad de su relación con
Jesús, sobre sus incoherencias y la posibilidad de traicionar al Señor por la
inestable fragilidad de la naturaleza humana.
No hay razón para identificarse
con el Iscariote, pero es indudable que su siniestra figura habla de la
realidad que nos cuesta admitir: el pecado del mundo que actúa en nosotros.
De ese mundo nos salva el Señor. Y
quiere salvar a su discípulo. Es impresionante el modo como Jesús trata a
Judas. No lo avergüenza, no profiere contra él insulto alguno ni lo censura
abierta y drásticamente. Se limita simplemente a decirle: Tú lo has dicho. No es una expresión agresiva, es una afirmación confirmatoria
que encierra tal vez una amonestación indulgente, como esperando que se
arrepienta. Pero la distancia está trazada, la separación se ha consumado. El
amor de Jesús por su discípulo no se contradice con la calificación del pecado
de Judas. El Hijo del hombre se va, tal
como está escrito de él, pero ¡ay de aquel que entrega al Hijo del hombre! ¡Más
le valdría no haber nacido!
Mateo, a diferencia de Juan, no
dice si Judas salió inmediatamente de la sala, pero se supone. Volverá aparecer
en el Huerto de los Olivos para entregar con un beso al Señor.
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