P. Carlos Cardó, SJ
El paraíso, óleo sobre lienzo de
Jacopo Robusti (Tintoretto) (1579), modelo en el Museo del Louvre, París
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En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Yo les aseguro: el que es fiel a mis palabras no morirá para siempre". Los judíos le dijeron: "Ahora ya no nos cabe duda de que estás endemoniado. Porque Abraham murió y los profetas también murieron, y tú dices: ‘El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre’. ¿Acaso eres tú más que nuestro padre Abraham, el cual murió? Los profetas también murieron. ¿Quién pretendes ser tú?"Contestó Jesús: "Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. El que me glorifica es mi Padre, aquel de quien ustedes dicen: ‘Es nuestro Dios’, aunque no lo conocen. Yo, en cambio, sí lo conozco; y si dijera que no lo conozco, sería tan mentiroso como ustedes. Pero yo lo conozco y soy fiel a su palabra. Abraham, el padre de ustedes, se regocijaba con el pensamiento de verme; me vio y se alegró por ello".Los judíos le replicaron: "No tienes ni cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?" Les respondió Jesús: "Yo les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy". Entonces recogieron piedras para arrojárselas, pero Jesús se ocultó y salió del templo.
El texto recoge
un tema clásico del evangelio de Juan:
la presentación de Jesús como revelador de la gloria del Padre en
contraposición con el templo, símbolo de la religión de la antigua alianza,
lugar donde habitaba la gloria de Yahvé, pero que ha quedado oscurecido, sin
capacidad reveladora bajo los signos de la grandeza y del poder opresor que los
jefes religiosos han querido imponerle.
Desde el Prólogo del evangelio viene subrayada esta oposición: la
Palabra vino a los suyos, pero justamente allí donde debía ser acogida, fue
rechazada. La gloria
de Dios se revela ahora en la persona de Jesús y en el ofrecimiento de salvación que hace. Ha
llegado la hora de los verdaderos adoradores que adoran a Dios no en el templo,
sino en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23).
Jesús se
defiende y acusa, pero no da sentencia: a todos les ofrece la vida. Su palabra da la
vida. En verdad, en verdad les digo: si
uno observa mi palabra no verá la muerte. Llevar a la práctica su palabra,
eso los hará libres hijos e hijas de Dios y los librará de la muerte. La vida
que Jesús comunica no conoce fin. Tal es el designio de Dios, su Padre.
Los jefes de
los judíos no responden a la invitación de Jesús. Ellos son incapaces de
comprender una promesa de vida. Se precian de ser hijos de Abraham, pero para
ellos Abraham no es más que un pasado; no lo recuerdan como receptor de una
promesa, él ya no es para ellos una promesa. Tampoco los profetas, sobre cuyos
escritos se había edificado la esperanza, les abren a ningún futuro. Todos han
muerto. Para ellos sólo vive Moisés, de quien se profesan discípulos; pero han
deformado sus escritos, cercenando de ellos la esperanza que anunciaban,
utilizando su Ley para oprimir.
¿Quién pretendes ser?, le preguntan a Jesús. Y Jesús
apela a su Padre, que es quien le da gloria, haciendo brillar en Él su amor y
lealtad (Jn 1,14). Él sabe quién es
Dios, se identifica con él como su hijo por la comunión del mismo Espíritu y porque
cumple su palabra. Yo sé quién es y cumplo
su palabra. Por eso, su actividad manifiesta la obra de Dios: dar libertad
y vida. He venido para que tengan vida y
la tengan en abundancia (Jn 10,10). Ese es el designio que ha recibido del
Padre.
Jesús no
duda en declararse superior a Abraham y afirma que Abraham saltó de gozo porque iba a ver este día mío, lo vio y se llenó
de alegría. El patriarca se alegró al ver realizada la bendición prometida
en la obra de Jesús Mesías, que según San Juan se desarrolla en un día, en el día de la nueva humanidad, y se inició en Caná, cuando Jesús manifestó su gloria y creyeron en él sus
discípulos (Jn 2,11).
Al final del
texto hay como un cambio de escenario. Se alude implícitamente a la tierra
santa de Moisés, al lugar de la zarza ardiente y de la revelación del Nombre de
Dios (Ex 3,6ss). La frase de Jesús lo evoca: desde antes que existiera Abraham, soy yo lo que soy. Al revelar su
Nombre, Yahweh, Yo soy el que soy, Dios no quiso designar con un concepto
abstracto su esencia, sino asegurar a Israel su lealtad, ayuda y protección
continua. Al retomar Jesús esta palabra de Dios invita a que se le
escuche como Aquél en quien el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se ha hecho
cercano para salvar. Lo que es Dios, lo vemos en Jesús. En Él, Dios es y estará
con nosotros.
Los judíos no
pudieron soportar esto, cogieron piedras
para tirárselas, pero Jesús se ocultó saliendo del Templo. La presencia del
Dios con nosotros, abandona el templo, dejándolo vacío. Dios no ha querido
manifestar su gloria en los signos de grandeza y de poder con los que los jefes
religiosos querían representarla. Su gloria se opera en la vida digna, libre y
fraterna, que Jesús ofrece para antes y después de la muerte, como la
realización de la más perfecta felicidad del ser humano.
Los
signos de esta vida verdadera siguen apareciendo hoy ante nosotros, mezclados
con otros signos que, como Abraham, Moisés y los profetas para los judíos
interlocutores de Jesus, ya no transmiten esperanza. Nos toca
saber discernirlos.
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