P.
Carlos Cardó, SJ
Nota:
Este evangelio y su comentario fueron publicados el 25 de enero en este mismo
blog
Cristo
y los Apóstoles, témpera en panel de autor anónimo (entre 1125 y 1150), Museo
Nacional de Arte de Cataluña, España.
Habiendo resucitado al amanecer del primer día de la semana, Jesús se apareció primero a María Magdalena, de la que había arrojado siete demonios. Ella fue a llevar la noticia a los discípulos, los cuales estaban llorando, agobiados por la tristeza; pero cuando la oyeron decir que estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron.Después de esto, se apareció en otra forma a dos discípulos, que iban de camino hacia una aldea. También ellos fueron a anunciarlo a los demás; pero tampoco a ellos les creyeron.Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no les habían creído a los que lo habían visto resucitado. Jesús les dijo entonces: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura".
Este
epílogo del evangelio de Marcos fue añadido hacia la mitad del siglo II. La
razón que dan los exegetas es que a las primeras comunidades cristianas les causaba
desazón el final tan abrupto de Marcos, que cierra su evangelio con el miedo y la
huida de las mujeres del sepulcro vacío (Mc
16, 1-8). Se buscó por eso una prolongación de los relatos que condujeran a
un final más adecuado, armonizando con la temática general del evangelio. Sin
embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto inspirado y
canónico, es decir, incluido en el elenco oficial de los libros de la Biblia.
Se pueden percibir en el relato las inquietudes y preocupaciones
de los primeros cristianos de Roma, donde fue escrito este evangelio. Ellos no
habían visto al Señor, pero basaban su fe en el testimonio que les
transmitieron los primeros testigos, los apóstoles y discípulos del Señor.
Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios aportados a la comunidad. En primer
lugar el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante realizada por Jesús
en favor de ella, liberándola de siete “demonios”, es decir, de siete males,
siete enfermedades.
Luego se subraya el estado de tristeza y llanto en que estaban los
discípulos, que no creyeron en un primer momento en el anuncio de Magdalena: al oír que estaba vivo y que ella lo había
visto, no le creyeron. Viene después la alusión a la experiencia de los discípulos
de Emaús y al testimonio que dieron a los demás, y que tampoco fue aceptado.
Por último, se menciona la aparición del Resucitado a los Once reunidos en
torno a la mesa. Y
pone aquí el redactor el envío en misión para anunciar la buena noticia a toda criatura.
Se resalta el valor que tiene la comunidad en la experiencia
cristiana, por ser el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo
permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador
se prolonga en ella. Y ella vive de su memoria, que actualiza en la celebración
de la fracción del pan.
Los primeros cristianos vivían amenazados, obligados a la
clandestinidad. Una gran preocupación debió ser para ellos cómo conjugar la victoria
de Cristo Resucitado con la persistencia y actuación del misterio del mal en el
mundo. Tenían que abrirse a la fe/confianza en el Señor que, no obstante, sigue
actuando también por medio de los creyentes.
A través de ellos Jesucristo Resucitado continúa anunciando y
manifestando el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice.
Nuestra fe en Él da a nuestra vida una orientación bien definida: nos hace
anunciadores del Evangelio que hemos recibido para que otros crean también en
el triunfo del amor de Dios en sus vidas, por Jesucristo su Hijo.
En esto consiste el Evangelio: en que Dios envió a su Hijo para que
todos tengan vida plena. Pero así como la salvación que Dios ofrece no obrará
en contra de nuestra voluntad, el Evangelio no se impone a la fuerza; la tarea
evangelizadora, nuestra y de la Iglesia, respeta la libertad de las personas.
Las acciones prodigiosas que Jesús promete a los que crean en Él
son representaciones simbólicas de la salvación y tienen que ver con la
superación de todo lo que oprime a los seres humanos, de todo lo que
obstaculiza la comunicación y la unión entre ellos, y de toda amenaza de la
vida. Tales acciones son signos de la presencia del Reino en nuestra historia,
semejantes a los que Jesús realizaba. La Iglesia, y nosotros en ella, debemos
manifestarlos.
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