P.
Carlos Cardó, SJ
Camino
del Calvario, fresco de Giotto (1304-06), Capilla de los Scrovegni, Padua,
Italia
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El evangelista san Juan presenta la
pasión de Jesús como la revelación del amor que triunfa sobre el mal del mundo
y la muerte. En Jesús muerto en la cruz, la vieja humanidad, alejada de Dios
por el pecado, muere y renace como una nueva humanidad, cuyo destino es el
reino de Dios.
Esta transformación acompaña toda
la narración: La traición y arresto de Jesús en el Huerto de los Olivos, las
afrentas en casa del sacerdote Caifás y en el pretorio de Pilato, la tortura de
la flagelación, la corona de espinas y el manto púrpura, la proclamación que
hace de él Pilato: ¡He ahí al Hombre!,
Aquí tienen a su Rey!, todos son preparativos de su entronización. En su
cruz se ha escrito su título de rey. Levantado en alto, se cumple lo que había
dicho: Cuando sea elevado sobre la
tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12,32).
De este modo la cruz, patíbulo infame,
se convierte en el trono del Hijo de Dios, desde el que juzga y derrota a la
maldad del mundo (cf. Jn 12,31). San
Pablo dirá: Donde abundó el pecado, sobreabundó
la gracia (Rom 5, 20). Toda la injusticia y maldad del mundo se concentran
para dar muerte al inocente. Todo el amor con que Dios y su Hijo aman al mundo
llega hasta el extremo de aceptar este destino y vencer esa misma maldad con el
perdón, la bondad y la misericordia.
Jesús convierte su muerte, de
asesinato perverso en ofrenda voluntaria de su cuerpo entregado y de su sangre
derramada como la prueba suprema de cuánto es capaz de hacer Dios para que
nadie se pierda, para que la maldad no triunfe en ninguno de sus hijos e hijas.
Mirando la cruz no podemos dejar de ver ¡cuánto nos ama Dios!
La pasión y muerte de Jesús son el
triunfo del amor. Por eso, Juan nos hace advertir la serie de pequeños y
grandes actos del amor misericordioso de Jesús que se suceden durante su
pasión. Todo es don en la pasión y muerte del
Señor: continúa preocupándose por los suyos y pide que lo arresten a él
solo, confía su madre al discípulo...
Y, con la convicción de haber
realizado plenamente la misión que el Padre le ha encomendado, inclina la
cabeza y nos da el Espíritu. Finalmente, de su costado traspasado por la lanza,
sale sangre y agua, signos de la Iglesia ahí representada en el agua del
bautismo y la sangre de la eucaristía. La sobreabundancia de mal es cambiada
por el amor del Padre, por Jesús y con el Espíritu, en sobreabundancia de bien.
Se nos invita, pues, a contemplar
la cruz del Señor y admirarnos del amor de Dios por la humanidad, por cada ser
humano en concreto, por ti, por mí. Se nos invita a creer en el valor de la
vida humana que ha sido amada por Dios hasta este punto. Se nos invita a mirar
el Corazón traspasado de Cristo – Mirarán
al que atravesaron – para que sea
Él quien marque la dirección y sentido del camino por donde se alcanza la vida
verdadera: camino del amor que mueve a amar como somos amados. Así nos haremos
fuertes para llevar nuestra cruz, como Jesús llevó la suya, para hacer de ella
una ocasión recóndita de entrega y ofrecimiento.
Con estos sentimientos, adoremos la cruz salvadora. Contemplemos
al Señor levantado a lo alto y supliquémosle que nos mire como miró a su
bendita madre o al discípulo al que tanto quería y digámosle:
«Acuérdate
de mí, Señor, con misericordia, no recuerdes mis pecados, sino piensa en tu
cruz; acuérdate del amor con que me amaste hasta dar tu vida por mí; acuérdate
en el último día de que durante mi vida yo sentí tus sentimientos y compartí tus
sufrimientos con mi propia cruz a tu lado. Acuérdate entonces de mí y haz que yo
ahora me acuerde de ti» (Bto. Henry Newman).
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