viernes, 14 de abril de 2017

Pasión de Nuestro Señor Jesucristo (Jn 18,1-19,42)

P. Carlos Cardó, SJ
Camino del Calvario, fresco de Giotto (1304-06), Capilla de los Scrovegni, Padua, Italia
El evangelista san Juan presenta la pasión de Jesús como la revelación del amor que triunfa sobre el mal del mundo y la muerte. En Jesús muerto en la cruz, la vieja humanidad, alejada de Dios por el pecado, muere y renace como una nueva humanidad, cuyo destino es el reino de Dios.
Esta transformación acompaña toda la narración: La traición y arresto de Jesús en el Huerto de los Olivos, las afrentas en casa del sacerdote Caifás y en el pretorio de Pilato, la tortura de la flagelación, la corona de espinas y el manto púrpura, la proclamación que hace de él Pilato: ¡He ahí al Hombre!, Aquí tienen a su Rey!, todos son preparativos de su entronización. En su cruz se ha escrito su título de rey. Levantado en alto, se cumple lo que había dicho: Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12,32).
De este modo la cruz, patíbulo infame, se convierte en el trono del Hijo de Dios, desde el que juzga y derrota a la maldad del mundo (cf. Jn 12,31). San Pablo dirá: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20). Toda la injusticia y maldad del mundo se concentran para dar muerte al inocente. Todo el amor con que Dios y su Hijo aman al mundo llega hasta el extremo de aceptar este destino y vencer esa misma maldad con el perdón, la bondad y la misericordia.
Jesús convierte su muerte, de asesinato perverso en ofrenda voluntaria de su cuerpo entregado y de su sangre derramada como la prueba suprema de cuánto es capaz de hacer Dios para que nadie se pierda, para que la maldad no triunfe en ninguno de sus hijos e hijas. Mirando la cruz no podemos dejar de ver ¡cuánto nos ama Dios!
La pasión y muerte de Jesús son el triunfo del amor. Por eso, Juan nos hace advertir la serie de pequeños y grandes ac­tos del amor misericordioso de Jesús que se suceden durante su pasión. Todo es don en la pasión y muerte del Señor: continúa preocupándose por los suyos y pide que lo arresten a él solo, confía su madre al discípulo...
Y, con la convicción de haber realizado plenamente la misión que el Padre le ha encomendado, inclina la cabeza y nos da el Espíritu. Finalmente, de su costado traspasado por la lanza, sale sangre y agua, signos de la Iglesia ahí representada en el agua del bautismo y la sangre de la eucaristía. La sobreabundancia de mal es cambiada por el amor del Padre, por Jesús y con el Espíritu, en sobreabundancia de bien.
Se nos invita, pues, a contemplar la cruz del Señor y admirarnos del amor de Dios por la humanidad, por cada ser humano en concreto, por ti, por mí. Se nos invita a creer en el valor de la vida humana que ha sido amada por Dios hasta este punto. Se nos invita a mirar el Corazón traspasado de Cristo – Mirarán al que atravesaron para que sea Él quien marque la dirección y sentido del camino por donde se alcanza la vida verdadera: camino del amor que mueve a amar como somos amados. Así nos haremos fuertes para llevar nuestra cruz, como Jesús llevó la suya, para hacer de ella una ocasión recóndita de entrega y ofrecimiento.
Con estos sentimientos, adoremos la cruz salvadora. Contemplemos al Señor levantado a lo alto y supliquémosle que nos mire como miró a su bendita madre o al discípulo al que tanto quería y digámosle:
«Acuérdate de mí, Señor, con misericordia, no recuerdes mis pecados, sino piensa en tu cruz; acuérdate del amor con que me amaste hasta dar tu vida por mí; acuérdate en el último día de que durante mi vida yo sentí tus sentimientos y compartí tus sufrimientos con mi propia cruz a tu lado. Acuérdate entonces de mí y haz que yo ahora me acuerde de ti» (Bto. Henry Newman).
 

 

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