P. Carlos Cardó SJ
La Resurrección de Cristo, mosaico
de autor anónimo (siglo XI), monasterio de Hosios Loukás, Atenas, Grecia
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Llegado el mediodía, la oscuridad cubrió todo el país hasta las tres de la tarde, y a esa hora Jesús gritó con voz potente: «Eloí, Eloí, lammá sabactani», que quiere decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Al oírlo, algunos de los que estaban allí dijeron: «Está llamando a Elías». Uno de ellos corrió a mojar una esponja en vinagre, la puso en la punta de una caña y le ofreció de beber, diciendo: «Veamos si viene Elías a bajarlo.» Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró. En seguida la cortina que cerraba el santuario del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Al mismo tiempo el capitán romano que estaba frente a Jesús, al ver cómo había expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios». Pasado el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé, compraron aromas para embalsamar el cuerpo. Y muy temprano, el primer día de la semana, llegaron al sepulcro, apenas salido el sol. Se decían unas a otras: «¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?». Pero cuando miraron, vieron que la piedra había sido retirada a un lado, a pesar de ser una piedra muy grande. Al entrar en el sepulcro, vieron a un joven sentado al lado derecho, vestido enteramente de blanco, y se asustaron. Pero él les dijo: «No se asusten. Si ustedes buscan a Jesús Nazareno, el crucificado, no está aquí, ha resucitado; pero éste es el lugar donde lo pusieron».
En el Día de la Conmemoración de los difuntos, la liturgia propone este texto
de Marcos sobre la muerte y resurrección de Jesús. El cristiano ve la muerte de
sus seres queridos y, en general, toda muerte, a la luz de la pascua del Señor
que quiso asumir nuestra condición de seres mortales, para asegurarnos un destino
eterno por medio de su resurrección.
Se hizo semejante a nosotros hasta
en la muerte para que estemos unidos a él también “en la semejanza de su
resurrección”, como dice San Pablo. Porque
el que ha muerto, ha sido liberado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo,
creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, habiendo resucitado
de entre los muertos, no volverá a morir; ya la muerte no tiene dominio sobre
él (Rom 6, 8-9).
En el relato de la pasión según
San Marcos, la muerte del Señor corresponde a la hora de la máxima revelación de
Dios, que supera todas las precedentes. Un nuevo rostro de Dios se revela en el
Crucificado, de quien el capitán pagano confiesa: Verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios.
El Dios que está con nosotros es el
Dios que no nos abandona nunca, ni siquiera en el trance supremo de la muerte,
que cada cual experimenta en la más completa soledad. En su hijo Jesús clavado
en cruz, Dios quiso compartir con nosotros esa experiencia tan característica
de nuestra existencia.
Abandonado por todos, Jesús llega
en la cruz a sentirse abandonado por Dios hasta el punto de gritar su soledad a
quien sabe, por la confianza absoluta que mantiene en Él, que no abandonará a
su hijo. Esta convicción de que Dios no se aleja del afligido que clama a él
como su único apoyo, la expresó Jesús de manera dramática con las palabras del salmo
22 que pronunció en la cruz antes de morir.
San Juan de la Cruz dice a este
propósito: “Al punto de la muerte, quedó (el Señor) también aniquilado en el
alma, sin consuelo y alivio ninguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad
según la parte inferior. Por lo cual fue necesitado de clamar diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado? Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido
en su vida. Y así en él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y
obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir
el género humano por gracia con Dios” (Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II, 7, n.11).
Asimismo, la carta a los Hebreos habla
de la solidaridad de Jesús con nosotros, sus hermanos, que le lleva a
experimentar en su propia persona la soledad, el desaliento, el sufrimiento y
el miedo que la muerte produce, para así convertirse en salvador de todos,
glorificado y proclamado pontífice, puente de unión de la humanidad con Dios.
En
los días de su vida mortal, Jesús ofreció oraciones y súplicas con fuerte
clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su
reverente sumisión (Hebr 5, 7). En la cruz de su Hijo, Dios se coloca para siempre a
nuestro lado, haciendo de nuestra muerte
–como lo hizo con la de su Hijo– la puerta de entrada a nuestra glorificación. Esta
revelación hace nacer en nosotros una absoluta confianza.
En su Hijo, Dios ha vivido y
conoce la raíz de nuestros sufrimientos, de nuestros fracasos y de nuestra
muerte. Por eso ofrece en cada momento y a cada persona el don oportuno para
convertir la oscuridad de la muerte en aurora de vida. En una muerte tan
solidaria como la de Jesús, Dios su Padre se revela como el amor crucificado que
estará presente en nuestra muerte, compartiéndola y llenándola de esperanza de
una vida nueva.
El final del camino de Jesús, y de
nuestro camino, no es la cruz, sino su resurrección de la muerte. A partir de
este momento Jesús vive junto a Dios. La piedra del sepulcro ha sido retirada,
se ha quebrado el poder de la muerte. El mensaje del ángel constituye la culminación
del relato que hace Marcos, la cúspide también de su evangelio y el objeto
central de la fe y esperanza del cristiano: Buscan
a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí. El
horizonte humano se ha abierto definitivamente: allí donde se estrella la
sabiduría humana, donde caen por tierra las esperanzas y el lamento no halla
salida alguna, allí, en el morir, se halla la presencia del amor salvador de Dios.
A la proclamación sigue la tarea:
hay que hacer llegar la buena noticia a todos, comenzando con los discípulos y Pedro. Se nos ha confiado el mensaje del
Crucificado resucitado para que lo anunciemos. Vayan, pues, a decir a sus discípulos y a Pedro: Él va camino de
Galilea, allí lo verán, tal como les dijo
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