P. Carlos Cardó SJ
Los fariseos conspirando, acuarela de
James Tissot (1886-1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
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En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables, y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros.
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero: Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido."
Las palabras de Jesús en este pasaje del evangelio de Mateo no se
refieren únicamente a situaciones de su tiempo que ya no se dan hoy; el
fariseísmo es una tentación permanente en cualquier forma religiosa. Por eso, hay
que leer este evangelio como dirigido a todos, pues aquellos comportamientos de
escribas y fariseos pueden darse en nosotros y en la Iglesia.
Jesús no ataca la autoridad magisterial que, desde Moisés, los
escribas y fariseos ejercían en las sinagogas. Lo que censura es la hipocresía
con que se ejercita la autoridad: el predicar una doctrina buena y llevar al
mismo tiempo una conducta que deja mucho que desear. Igualmente podemos decir
que palabras, discursos, cartas y documentos..., todo eso es necesario y no hay
por qué atacarlo. Lo censurable es la incoherencia entre lo que se predica y lo
que se vive. No basta predicar una doctrina, es necesario practicarla; entonces
se hace creíble. Cuando las obras no corresponden a las palabras, se da un
antitestimonio que, en vez de hacer el bien, confunde, desanima y causa
escándalo.
Corresponde también hoy la actitud farisaica a un cristianismo
vivido como una simple teoría: se puede saber mucho de religión y, desde ese
saber, creerse capaz de dictaminar lo que otros deben hacer, pero eso no es
verdadera religión. El evangelio no es algo que se dice para que otros lo cumplan,
sino algo que se vive en primera persona y se testimonia con la propia conducta.
Quien habla ha de aplicarse la doctrina; de lo contrario, es mejor que se calle
y se limite a decir como el publicano de la parábola: Ten piedad de mí, Señor, que soy un pecador (Lc 18,13). Sólo así se
humaniza como el Buen Pastor y se hace capaz de comprender las debilidades de
los demás.
Jesús critica, además, el legalismo que llevó a extraer de la ley de
Moisés un sinnúmero de preceptos, que pesaban sobre las conciencias de la gente
como un yugo insoportable. Esto ocurre hoy cuando se predica el Evangelio como
si fuese un conjunto de deberes exigentes y no como lo que es: una vida según
el Espíritu del Señor, que es quien enseña a descubrir la voluntad de Dios y cumplirla
en toda circunstancia.
Sin la guía del Espíritu, la letra de la ley mata, y el
cumplimiento de las normas puede degenerar en hipocresía. Además, con la ley
uno puede pervertir su fe, tranquilizar su conciencia y darse la seguridad de estar
salvado. Pero ¡sólo Dios salva! Y es el Espíritu de Dios el que inscribe en
nuestros corazones la interior ley de la caridad y del amor, que es la que
debemos cumplir, pues con ella se cumple plenamente la voluntad de Dios.
Proponer el Evangelio como un
conjunto de leyes que oprimen la conciencia, y no como Espíritu que da vida, es
la tentación más terrible de la Iglesia. Muchos
buscan la seguridad de la ley y del deber cumplido, y su actitud puede parecernos
fervorosa y “segura”, pero este comportamiento hace que la persona ponga su
confianza en sus méritos propios, se envanezca en sus obras, o actúe movido por
el deber y no con la gratuidad propia del amor.
Sólo el amor, recibido como gracia
y asumido obedientemente como el camino de la auténtica realización personal,
hace al ser humano capaz de dar de sí con generosidad, mueve no desde fuera,
como una obligación impuesta, no genera resentimiento, tiene el sentido de la
gratuidad, de la alegría y de la espontaneidad en el obrar el bien, “porque el Señor es el Espíritu y donde
está el espíritu del Señor, ahí esta la libertad (2 Cor 3, 17).
Otra
acusación que hace Jesús, ya incluida en el sermón de la montaña (6,1-18), es el exhibicionismo
espiritual de quienes pretenden aparecer como buenos, lucirse como auténticos
cristianos, o ganar el reconocimiento y admiración de los demás: que los traten
de manera especial con honores y títulos de grandeza. Son los fariseos que
alargan sus filacterias y los adornos de sus mantos.
Jesús quiere para sus discípulos otro
modo de ser muy diferente y un trato cercano, fraterno. El nos ha revelado
que Dios es nuestro Padre, nosotros somos sus hijos y todos somos hermanos.
Filiación y fraternidad son inseparables: es bueno lo que ayuda a vivirlas, y malo
lo que lo impide.
Naturalmente, no se trata de tomar las
palabras del evangelio en su literalidad e intentar suprimir los términos
“maestro, padre, jefe”. De hecho Pablo se llama “padre” de los corintios (1 Cor 4,15) y “doctor y maestro de los gentiles” (1
Tim 2,7; 2 Tim 1,11). Pero son necios los clérigos a quienes deleita
que la gente los llame reverendos, excelencias, eminencias… Lo evangélico es
la humildad, no el orgullo; la modestia, no la vanidad; la sencillez, no la
ostentación; el servicio y la cercanía fraterna, no el dominio y el afán de
poder.
Dios nos llama a ser fieles y a vivir en la verdad del servicio. Seamos con sencillez lo que
debemos ser a los ojos de Dios y de la gente y atribuyámosle a Él la gloria de
lo bueno que hacemos o tenemos.
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