jueves, 16 de noviembre de 2017

La venida del Hijo del hombre (Lc 17, 20-25)

P. Carlos Cardó SJ
El juicio final, óleo sobre lienzo de Francisco Pacheco (1610), Museo Goya, villa de Castres, Francia
En aquel tiempo, a unos fariseos que le preguntaban cuándo iba a llegar el Reino de Dios, Jesús les contestó: "El Reino de Dios no vendrá de forma espectacular, ni anunciará que está aquí o está allí; porque miren, el Reino de Dios ya está dentro de ustedes". Dijo a sus discípulos: "Llegará un tiempo en que desearán vivir un día con el Hijo del Hombre, y no podrán. Si les dicen que está aquí o está allá, no vayan detrás. Como el fulgor del relámpago que brilla desde un punto a otro del cielo, así será el Hijo del Hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho, y ser reprobado por esta generación".
Durante su viaje a Jerusalén, Jesús instruye a sus discípulos para la futura misión que habrán de cumplir, de ser sus testigos y continuadores de su obra. Estas instrucciones asumen algunas veces el carácter de advertencias, como fue el caso de la respuesta que dio a los fariseos que le preguntaron cuándo iba a llegar el reino de Dios. Puso en guardia a sus discípulos frente a posibles engaños que lleven a conclusiones falsas sobre la verdadera naturaleza y la venida del reino de Dios.
Ante todo, el Reino de Dios no vendrá en forma espectacular.  Hay que esperarlo con simplicidad, sin preocuparse por el tiempo o por el lugar de su manifestación. Es verdad que traerá consigo la plena y definitiva realización del ser humano y de todas sus aspiraciones, todo aquello que es inherente al deseo de la salvación; pero es por eso mismo una realidad trascendente, que incluye y va más allá del ámbito de la felicidad y éxito que pueden alcanzarse en esta tierra.
Sin embargo, los judíos habían limitado su contenido a una realidad de liberación y prosperidad temporal, que aparecería con todo el esplendor de una monarquía restablecida y consolidada sobre los demás pueblos. Por eso, la respuesta de Jesús tiene un cierto tono polémico. Jesús corrige esa absoluta falta de comprensión de lo que realmente será el reinado de Dios.
Su llegada no será un acontecimiento predecible por signos o presagios que permitan decir: ¡Está aquí! o ¡está allá! No hay que caer en especulaciones o fantasías sobre su llegada. Jesús habla del señorío de Dios, su Padre, como una realidad que ya está inaugurada y operante en Él, en la palabra y obra del Hijo, que ha comenzado a actuar en las personas y en la historia humana.
No es necesario, por tanto, buscar signos recónditos, sino remitirse al hoy de nuestra realidad, que es donde el amor salvador de Dios actúa como una semilla que germina y crece poco a poco. Por eso dice Jesús: el Reino de Dios ya está dentro de ustedes, que puede traducirse: entre ustedes está. Con esta frase indica su presencia que proclama la salvación y la anticipa en los signos que realiza, y señala al mismo tiempo su presencia resucitada en el corazón del creyente, en los hermanos, y en la Iglesia.
También puede traducirse: el reino de Dios está al alcance de ustedes, porque es una realidad ofrecida a todo ser humano, que puede ser objeto del deseo de todos y puede alcanzarse si se aceptan sus exigencias, es decir, si se adopta un estilo de vida conforme a los valores del reino: santidad y gracia, verdad y vida, justicia, amor y paz.
En este sentido, el reino es como una fuerza invisible que actúa desde el interior de las personas y las mueve a vivir y promover la vida de manera cada vez más plena. Todos, pues, pueden sentirse llamados al reino de Dios y todos han recibido la capacidad para conseguirlo.
Esto es lo más importante respecto al fin del mundo y a la venida del reino de Dios, que Jesús hace coincidir con su segunda aparición entre nosotros como Hijo del hombre. No se trata, por tanto, de dejarse envolver en fantasías que no son sino formas de evadirse de la realidad actual en esperas futuras.
Es en lo cotidiano donde se nos anticipa lo que vendrá y donde nos encontramos con el reino, lo aceptamos o rechazamos con nuestros actos. Dentro de nosotros está pero todavía no en su forma final plena y definitiva. Ésta será repentina, no está sujeta a cálculo, ni vendrá precedida de signos premonitorios. Pero será patente y como el relámpago que brilla desde un punto a otro del cielo, mostrará la gloria del Resucitado. Sin embargo –anuncia Jesús a sus discípulos– esa manifestación deberá ir precedida de algo inevitable como el sufrimiento, el rechazo, la pasión y muerte del Señor. 
Así pues, es una contradicción repetir en la eucaristía que esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo, y por otra parte dejarse invadir por el miedo al fin del mundo y al juicio final. El Señor vendrá a poner de manifiesto lo que hay en nuestra vida y a ser finalmente nuestra paz y alegría sin fin. Por tanto, hoy es cuando debemos esforzarnos con temor y temblor (Fil 2, 12) por estar con Él para poder estarlo eternamente. Su venida constante por la fe a nuestros corazones y el deseo de plenitud que nos hace exclamar ¡Ven, Señor, Jesús! nos debe llenar de aliento y esperanza. 

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