P.
Carlos Cardo SJ
Destrucción
del templo de Jerusalén, óleo sobre lienzo de Nicolás Poussin (1637), Museo
Histórico de Viena
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A unos que ponderaban los hermosos sillares del templo y la belleza de su ornamentación les dijo: "Llegará un día en que todo lo que contempláis lo derribarán sin dejar piedra sobre piedra". Le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo sucederá eso y cuál es la señal de que está para suceder"? Respondió: "¡Atención, no se dejen engañar! Pues muchos se presentarán en mi nombre diciendo: "Yo soy; ha llegado la hora". No vayan tras ellos. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, no tengan pánico. Primero ha de suceder todo eso; pero el fin no llega enseguida". Entonces les dijo: "Se alzará pueblo contra pueblo, reino contra reino; habrá grandes terremotos, en diversas regiones habrá hambres y pestes, y en el cielo señales grandes y terribles".
Esta página del evangelio forma parte del discurso apocalíptico de
Jesús. Se le llama así por sus semejanzas con los relatos bíblicos del género
literario apocalíptico (por ejemplo, del libro de Daniel y varios pasajes de
Isaías, Ezequiel, Zacarías y Joel) que, en épocas particularmente críticas,
especialmente de persecuciones, describían con símbolos e imágenes impactantes la
victoria de Dios sobre el mal con el propósito de sostener la esperanza del pueblo.
“Apocalipsis” no significa catástrofe, sino revelación. Las palabras de Jesús no revelan cosas extrañas y
ocultas, sino el sentido de nuestra realidad presente y cómo debemos vivirla.
El contexto de este pasaje de Lucas es el siguiente. Jesús está en
Jerusalén en las cercanías del templo, y escucha cómo la gente se admira de la
belleza de su arquitectura, de sus piedras labradas y de la riqueza de las
ofrendas que lo adornan. Hay que entrar en la mentalidad de los oyentes de
Jesús para advertir el enorme significado que tenía para los judíos el templo
de Jerusalén y el impacto que debieron causar en ellos las palabras de Jesús: ¡De esto que ustedes ven, no quedará piedra
sobre piedra!
Construido por Salomón (alrededor del año 960 a.C.), reconstruido por
Zorobabel (entre el 536 y 516 a.C.) y ampliado por Herodes el Grande (hacia el 19
a.C.), el templo era el santuario más importante y el orgullo de la nación judía.
Su destrucción, por tanto, no podía significar otra cosa que el fin del mundo.
Pero Jesús hace ver que la caída de Jerusalén y la destrucción del templo no
iban a ser el fin del mundo, sino un acontecimiento significativo, figura de
todo momento de crisis, que para el creyente debe ser siempre un desafío.
A partir de esta observación, Jesús hace ver a sus discípulos que la
historia humana no se dirige hacia el “acabose” sino hacia “el final”. Marchamos
hacia la disolución del mundo viejo y al nacimiento de un mundo nuevo. Dios conduce
la historia hacia él. En nuestra existencia se desarrolla el misterio de la vida
y la muerte, y nos inquieta el transcurrir del tiempo que nos frustra
posibilidades, nos disminuye facultades y nos
hace pensar que todo pasa y todo muere.
La inseguridad que esto origina, lleva a buscar seguridad en
conocer el futuro y resolver la incógnita de “cuándo” se va a acabar todo y
cuáles serán las señales para reconocerlo. Pero Jesús no nos da explicaciones
sobre eso. Él nos enseña que el mundo tiene su origen y su fin en el Padre, y nos
invita a vivir el presente desde la perspectiva de la esperanza en Dios y del
triunfo final de su amor, que es lo que debemos preparar y saber acoger.
Muchas cosas admiramos y en algunas de ellas ponemos nuestra
confianza, porque nos gustan y nos producen gozo y placer, nos dan seguridad y
poder, nos hacen sentir orgullosos y autosuficientes; son para nosotros como el
templo de Jerusalén para los judíos, pero todo eso se puede venir abajo. Que nadie los engañe, nos dice Jesús,
invitándonos a examinar dónde tenemos puesta nuestra confianza, nuestra
felicidad, nuestro poder y nuestro orgullo.
Asimismo, ninguna catástrofe, ni guerra ni revuelta social o
política serán el fin; son cosas que han de suceder antes, son componentes de nuestra existencia anterior al fin.
Vivimos un tiempo abrumado por violencias de todo tipo. Guerras y violencias
había ya en tiempos de Jesús, y llevarían al gran desastre de la guerra judía de
los años 66 a 70 d.C, que concluiría con la destrucción de Jerusalén. Las
guerras y los conflictos marcan como hitos sangrientos la historia de la
humanidad. Dios no las quiere, son los hombres los que las causan. Continúan y
multiplican el crimen de Caín: el desprecio del Padre hasta la muerte del
hermano. Frente a las guerras y violencias, el cristiano ejerce el discernimiento:
descubre una llamada al cambio de actitudes y busca caminos efectivos para la
paz sobre la base de la justicia propia del evangelio.
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