P.
Carlos Cardó SJ
La Parábola del juez injusto, óleo sobre
panel de madera de Pieter de Grebber (1628), Museo de Bellas Artes de
Budapest.
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En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:
«Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia frente a mi adversario"; por algún tiempo se negó, pero después se dijo: "Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara"». El Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o dejará que esperen? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra? ».
A veces nos preguntamos por qué Dios
no escucha nuestras oraciones y no interviene para resolver nuestros problemas
o cambiar nuestra suerte. La parábola del juez y la viuda hace ver la eficacia
de la oración que alimenta la confianza del creyente.
Esta parábola es similar a la del hombre
que va a medianoche a casa de su amigo para pedirle tres panes, porque le ha
llegado un huésped y no tiene con qué atenderlo. (Lc 11,5-8). Si el dueño de casa no se levanta a dárselos por ser su
amigo, lo hará al menos para que no siga molestando. Asimismo, en el presente
texto, el juez inicuo que hacía oídos sordos a las súplicas de la pobre viuda,
le hará justicia al menos para que no vuelva a buscarlo. Con ambas parábolas
Jesús inculca la necesidad de orar siempre con confianza y perseverancia (Flp 1,4; Rom 1,10; Col 1,3; 2 Tes 1,11).
Un dato significativo es que se
trata de una viuda, que en la Biblia representa el estamento más desamparado de
la sociedad (Ex 22,21-24; Is 1,17.23; Jr
7,6). En este caso, la viuda, sin esposo ni hijos que la defiendan, enfrenta
a un enemigo. La pobre no puede hacer otra cosa que suplicar con insistencia que
se le haga justicia. La parábola concluye: si un juez inmoral termina por atender
a la viuda, ¿qué no hará Dios por sus hijos e hijas que claman a Él día y noche? (Dt 10,17-18; Eclo 35,12-18).
La parábola no puede ser
interpretada como una invitación a la pasividad. La viuda pone todo de su parte
para resolver su problema, insiste hasta la saciedad ante el juez, reclamándole
justicia. Por consiguiente, la fe y la oración no consisten en endosarle a Dios
lo que corresponde a la propia responsabilidad y esfuerzo.
La fe y la oración no nos eximen
de tener que poner los medios a nuestro alcance para solucionar nuestras
necesidades; tampoco nos retiran del mundo que debemos procurar transformar. La
fe y la oración nos llevan a enfrentar los problemas, a poner solidariamente
nuestros talentos al servicio del prójimo que nos necesita y al servicio de la
sociedad, a leer desde el evangelio nuestra realidad y a inspirar nuestras acciones
con los criterios y valores del reino proclamado por Jesús.
Oración y esfuerzo personal son
inseparables y se determinan por entero a la consecución de su objetivo: ver a
Dios en todo y verlo todo en Dios, vivir unido a Él en el propio interior, en
las relaciones con los demás y en la actuación y trabajo.
De este modo, la fe es el
fundamento de la oración y la oración robustece la fe. Por eso el creyente sabe
que, después de haber puesto todo lo que está de su parte para hallar solución
a los problemas, como si todo dependiera de él, debe tener el coraje humilde de
abandonarlo todo en manos de Aquel que ve finalmente lo que más nos conviene y hará
mucho más que lo que nuestras débiles fuerzas pueden lograr.
La parábola del juez tiene un
final feliz, como tantas otras, aunque no siempre sucede así en la vida. Porque,
en efecto, ¿cuánta gente muere sin que se le haga justicia, a pesar de haber
estado mucho tiempo suplicando? ¿Cuántos mártires esperaron en vano la
intervención divina en el momento de su ajusticiamiento? ¿Cuántos pobres luchan
por sobrevivir sin que se les haga justicia? ¿Cuántos creyentes se preguntan
hasta cuándo va a durar el silencio de Dios? En medio de tanto sufrimiento, al
creyente le resulta a veces difícil orar, entrar en diálogo con ese Dios a
quien Jesús llama “padre”, para pedirle que “venga a nosotros tu reino”.
Pero leyendo páginas bíblicas como
ésta se puede ver que Dios no es un omnipotente impasible, sino un ser que
sufre, padece, se inclina y hace suya la suerte de sus hijos e hijas que levantan
los ojos a Él esperando su misericordia (cf. Salmo 122). Dios escucha sus súplicas. Por eso el pasaje que comentamos se cierra con esta frase lapidaria de Jesús: ¿Dios no hará justicia a sus elegidos que le
gritan día y noche? ¿Los hará esperar? Les digo que les hará justicia sin
tardar (Lc 18,7).
El cristiano, consciente de la
compañía de Dios en su camino hacia la justicia y la fraternidad, no debe
desfallecer sino insistir en la oración, pidiendo fuerza para perseverar. Sólo
la oración lo mantendrá firme en la esperanza.
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