P.
Carlos Cardó SJ
Cristo
con sus seguidores, vitral diseñado por Alexander Walker y elaborado por Adam y
Small (1885), Iglesia Episcopal de Saint James, Edimburgo, Escocia
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En aquel tiempo, caminaba con Jesús una gran muchedumbre y Él, volviéndose a sus discípulos, les dijo: "Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.Porque, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se pone primero a calcular el costo, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, después de haber echado los cimientos, no pueda acabarla y todos los que se enteren comiencen a burlarse de él, diciendo: ‘Este hombre comenzó a construir y no pudo terminar’.¿O qué rey que va a combatir a otro rey, no se pone primero a considerar si será capaz de salir con diez mil soldados al encuentro del que viene contra él con veinte mil? Porque si no, cuando el otro esté aún lejos, le enviará una embajada para proponerle las condiciones de paz.Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo".
Seguir a Jesús es mucho más que admirarlo. La gente tiene ídolos:
artistas, cantantes, futbolistas…, admira también a uno que otro personaje del
mundo de la cultura, de la política o del arte, y a quienes entregan su vida
por una causa noble. Pero son muy raros los que por admirar a alguien cambian
su propia vida. Jesús no quiere admiradores, quiere seguidores que lo imiten. Ven y sígueme, dice. Ejemplo les ha dado para que me imiten…
Por eso no duda en dejar sentadas
dos condiciones básicas para ser sus seguidores: la primera consiste en preferirlo
a Él por encima de todo, incluso por encima de aquellos con quienes estamos
ligados con vínculos profundísimos.
Dice al respecto: Si alguno quiere venir conmigo y no está
dispuesto a posponer a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos,
hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Jesús
es claro, habla de “post-poner”; no dice reprimir, ni sofocar, ni ignorar los
afectos, sino situarlos detrás, para vivirlos en él y orientados a él. Lo más
hermoso que una persona puede hacer es cultivar sus afectos para amar en
verdad, con ternura, atención y dedicación sobre todo a la familia, y por eso
hay un mandamiento de la ley de Dios que nos lo recuerda. Pero aun así, hay que
preferir a Dios por encima de los seres queridos, que no pueden convertirse en un
obstáculo para el cumplimiento de su voluntad.
La segunda condición que Jesús plantea
al discípulo es la disponibilidad para cargar la cruz detrás de Él. Cargar con su cruz no significa añadir un
peso más a las dificultades que trae la vida, ni puede interpretarse como
provocarse y arrastrar dolores y pesares, sino asumir con coraje un estilo de vida
coherente con los valores del evangelio y del reino de Dios, que muchas veces puede
llevarnos a obrar contra las propias tendencias opuestas y a aceptar las consecuencias
de sacrificio y renuncia que eso nos puede traer.
Y todo ello en virtud de una
motivación íntima muy personal, en nada abstracta o meramente moral o ascética:
la de querer seguir e imitar de alguna manera a nuestro Señor Jesucristo, autor y perfeccionador de la fe, el cual,
por la alegría que esperaba, soportó sin acobardarse la cruz, y ahora está
sentado a la derecha del trono de Dios (Hebr 12, 2).
Por
la alegría que esperaba, Jesús soportó la cruz sin
acobardarse. No se trata, por tanto, de ensombrecerse la vida. Quien se
determina a seguir a Jesús, comprobará que la vida no se le torna triste y
sombría después de tanta renuncia y sacrificio, sino que su amor a Jesús y a su
causa le permite experimentar el sentido y plenitud que la vida adquiere cuando
está centrada en Dios.
Sólo así uno percibe que Dios no rivaliza
con nosotros ni nos hurta nada de lo que necesitamos para ser felices; Él sólo se
opone a lo que nos daña o deshumaniza, nos da lo que necesitamos y no se deja
ganar en generosidad. Cuando uno se confía al amor del Señor y se determina a
seguirlo como el valor supremo de su vida, comprueba que ese amor no le quita
nada, sino que lo engrandece, lo hace desarrollarse y crecer hasta alcanzar aquella
plenitud de realización que sólo en Dios se puede encontrar. Cristo ama nuestra
vida y nos enseña a vivirla.
Las dos comparaciones que siguen a continuación, del constructor
de la torre y del rey que sale a combatir, sirven para comprender que la
determinación de seguir así a Jesús no puede ser fruto de un mero sentimiento o
entusiasmo voluntarista y presuntuoso, sino una opción de vida tomada con plena
conciencia, reflexión y responsabilidad.
Quien quiere emprender algo grande, antes examina si cuenta con
los recursos suficientes para llevarlo a cabo. La gran empresa aquí consiste en
seguir a Jesús. En ella, la persona se juega el logro de su vida. Por eso Jesús
no busca a irreflexivos, sino a personas que saben a qué se comprometen.
La consecuencia con que acaba Jesús su exhortación no puede ser
más tajante. Su traducción exacta sería ésta: Así, pues, aquel de ustedes que no pone aparte todo lo que tiene, no
puede ser mi discípulo. El auténtico discípulo sabe que sólo dejando de
lado los bienes de la tierra, por grandes y atractivos que
sean, podrá vivir la existencia plena que sólo Dios le puede dar.
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