P.
Carlos Cardó SJ
La
última cena, óleo sobre lienzo de Francesco Bassano el Joven (1586, aprox.),
Museo del Prado, Madrid, España
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Un sábado Jesús fue a comer a la casa de uno de los fariseos más importantes, y ellos lo observaban. Jesús notó que los invitados trataban de ocupar los puestos de honor, por lo que les dio esta lección: "Cuando alguien te invite a un banquete de bodas, no escojas el mejor lugar. Puede ocurrir que haya sido invitado otro más importante que tú, y el que los invitó a los dos venga y te diga: Deja tu lugar a esta persona. Y con gran vergüenza tendrás que ir a ocupar el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ponte en el último lugar y así, cuando llegue el que te invitó, te dirá: Amigo, ven más arriba. Esto será un gran honor para ti ante los demás invitados. Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".
Las comidas, en especial los banquetes festivos, tienen en casi
todas las culturas un carácter simbólico: son acontecimientos en los que se
reproducen ciertos valores y se establecen o refuerzan relaciones sociales. El
comer no sólo sirve para alimentar el cuerpo, sino que se convierte en una
costumbre o ceremonia en la que se inician o estrechan vínculos de amistad o de
mutua pertenencia, se consolidan pactos y alianzas, se celebran acontecimientos
importantes para la vida del grupo.
Las comidas en Palestina estaban regidas por determinados códigos
de procedimiento, que Jesús no dudó en modificar para transmitir mejor el
significado que el banquete tenía en la predicación de los profetas:
simbolizaba el reino de Dios. Por eso, aunque resultaba escandaloso, no dudaba en sentarse a
la mesa con publicanos y gente de mal vivir. Con esta actitud no sólo abogaba
por la superación de las barreras y divisiones que había entre la gente, sino
que transmitía la idea de que Dios acogía en su reino a aquellos que, según las
tradiciones judías, estaban excluidos de él.
Por esto, las comidas de Jesús son
tan importantes como sus curaciones de enfermos o el perdón que otorgaba a los
pecadores. Con ellas Jesús anticipaba simbólicamente la venida del reino,
enseñaba cómo acoger la invitación a él y extendía esta invitación a todos sin
distinción, justos y pecadores, ricos y pobres, judíos y extranjeros.
Los fariseos y escribas, defensores de las tradiciones, criticaron
duramente esta actitud de Jesús por considerarla excesivamente pretenciosa. Sin
embargo, movidos por el ansia de protagonismo, manipulaban los códigos sociales
de los banquetes y ceremonias para ocupar siempre los primeros lugares. Jesús
desenmascara su hipocresía, a la que llama la “levadura de los fariseos”, y
propone en cambio la lógica del reino. Dirá que hay que hacerse pequeños para
entrar en el reino. Los que le siguen han de obrar con sinceridad y verdad,
humildad y servicio, no movidos por otra manera de pensar.
La sociedad entonces y ahora motiva a la gente a la búsqueda de
protagonismo basado en el tener, el poder y el aparecer superiores a los demás.
Ignacio de Loyola en la meditación de las Banderas hace ver el dinamismo del
mal espíritu en la vida del sujeto: induce primero a afán de riqueza, luego a
búsqueda de honores (vanagloria) y termina afincando a la persona en la
soberbia.
El espíritu de Cristo, en cambio, mueve a amor a la sencillez de vida,
a aceptación de las incomprensiones que se pueden sufrir como consecuencia del compromiso
cristiano, y a humildad, como identificación con Cristo, que se hizo obediente hasta la muerte y una
muerte de cruz (Fil 2, 8). No es fácil predicar hoy la humildad, en una
sociedad que tras el valor de la búsqueda de superación, transmite imágenes
falsificadas del “triunfador” como modelo de identificación.
Pero la humildad
cristiana lejos de atentar contra la búsqueda del progreso personal y
colectivo, libra a la persona de la mentira: le lleva al reconocimiento de su propia
realidad, que incluye conocimiento de sus talentos y cualidades pero también de
sus limitaciones y debilidades y lo impulsa a obrar de acuerdo con ese
conocimiento. Saberse humilde no es sentirse inferior. “La humildad es andar en
la verdad”, decía Santa Teresa.
El soberbio se engaña pretendiendo lo que no le corresponde. Cédele el puesto a éste –le dice Jesús– y,
avergonzado, tendrá que ir a ocupar el último lugar. Por eso, cuando te inviten, acomódate en el último
lugar. Entonces vendrá el que te
invitó y te dirá: Amigo, sube más arriba. Al humilde Dios lo llena de su
gloria, se refleja en Él.
Esta manera nueva de pensar se ve reflejada en el
canto de María, el Magnificat. Ella nos enseña a no sepultar los propios
talentos –que hay que reconocerlos con gratitud– sino emplearlos de la manera
más justa. El humilde es llamado amigo por Dios. Por eso, por tu gesto de
humildad, dice Jesús: Amigo, sube más
arriba.
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