P.
Carlos Cardó SJ
La
resurrección de la carne, fresco de Luca Signorelli (1499 – 1502), Domo de la
capilla de San Brizio, Orvieto, Umbria, Italia
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Se acercaron entonces unos saduceos, los que niegan la resurrección, y le preguntaron: “Maestro, Moisés nos ordenó que si un hombre casado muere sin hijos, su hermano se case con la viuda, para dar descendencia al hermano difunto. Pues bien, eran siete hermanos. El primero se casó y murió sin dejar hijos. Lo mismo el segundo y el tercero se casaron con ella; igual los siete, que murieron sin dejar hijos. Después murió la mujer. Cuando resuciten, ¿de quién será esposa la mujer? Porque los siete fueron maridos suyos”.Jesús les respondió: “¡Los que viven en este mundo toman marido o mujer. Pero los que sean dignos de la vida futura y de la resurrección de la muerte no tomarán marido ni mujer; porque ya no pueden morir y son como ángeles; y, habiendo resucitado, son hijos de Dios. Y que los muertos resucitan lo indica también Moisés, en lo de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven”.Intervinieron algunos letrados: “Maestro, qué bien has hablado”. Y no se atrevieron a hacerle más preguntas.
Unos saduceos plantearon a Jesús una pregunta teórica y capciosa sobre
la resurrección. Los saduceos eran el partido de los terratenientes y
comerciantes que se habían apoderado del sacerdocio para enriquecerse con los
impuestos que los judíos pagaban para el templo y con la venta de animales para
los sacrificios. Los fariseos, sus más inflexibles rivales, los criticaban por su
inmoralidad y porque negaban la resurrección de los muertos.
Lo que pretenden los saduceos que se presentan ante Jesús es ridiculizar
la fe en la resurrección, planteando un caso hipotético y extremado. Aluden a
la ley del levirato, que dio Moisés para garantizar la descendencia de todo
varón. Esta ley correspondía al sueño de los judíos de ver nacer al Mesías
entre sus hijos o los hijos de sus hijos. Y esto interesaba incluso a quienes sólo
esperaban tener descendencia en este mundo.
Jesús responde, primero, declarando que la fe en la resurrección
no es absurda: lo que no tiene sentido es querer asegurar la propia pervivencia
casándose y teniendo hijos, porque la vida humana no acaba con la muerte. Cuando
los muertos resuciten no tendrán necesidad de casarse.
A continuación afirma que en la vida eterna los seres humanos serán como ángeles. Esta comparación
tiene mucho contenido. Los ángeles son llamados “hijos de Dios” (Job 1,6; 2,1), porque reflejan su
esplendor y su fuerza; nosotros también somos hijos e hijas de Dios y en la
vida eterna alcanzaremos la plenitud de la filiación divina. Los ángeles son
seres espirituales; nosotros por la resurrección tendremos un “cuerpo
espiritual” como dice san Pablo (1 Cor
15,42). Los ángeles son “anunciadores” de la palabra de Dios; los creyentes
somos testigos de la resurrección. Ellos son servidores y custodios; nosotros podemos
serlo.
Después de esto, Jesús hace ver que la resurrección estaba ya contenida
implícitamente en el episodio de la zarza ardiente, en la que Dios se revela a
Moisés como Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Ex 3, 6). Si es Dios de ellos y ellos están muertos, quiere decir
que resucitarán, pues de lo contrario no sería Dios de vivos sino de muertos,
lo cual es absurdo. La fidelidad de Dios a los patriarcas y a su pueblo va más
allá de la muerte.
Israel llegó progresivamente a la fe en la resurrección, no a partir
de reflexiones sobre la inmortalidad, sino por la experiencia del amor fiel de
Dios que va más allá de la muerte. Esta revelación, fundada en el Pentateuco,
se desarrolló con los profetas y los libros sapienciales. La resurrección es la
acción que permite reconocer a Dios: Esto
dice el Señor: Yo abriré sus tumbas, los sacaré de ellas, pueblo mío, y los
llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra sus tumbas y los saque de ellas,
reconocerán que yo soy el Señor. Infundiré en ustedes mi espíritu y vivirán
(Ez 37,13ss).
Para los cristianos, la fe tiene su inicio en la resurrección de
Jesús. Porque, si Cristo no resucitó, la fe
de ustedes no tiene sentido y siguen aún sumidos en sus pecados (1 Cor
15,17). La resurrección consiste en estar
siempre con el Señor (1 Tes 4,17). Esa es la vida eterna que vivimos ya
ahora por el don del Espíritu. Por eso dice Pablo: ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí (Gal
2,20).
Esta fe promueve en nosotros el compromiso de ser testigos de la resurrección (Hech 1,22).
Para ello es fundamental analizar la incidencia práctica que la fe en la
resurrección ejerce en nuestro modo de proceder. Veremos entonces que es
inherente a la fe cristiana la voluntad de construir nuestra vida de tal modo que lo más esencial
que hay en ella (la libertad, la responsabilidad, el amor) demuestre que no
marchamos hacia un final que nos hará sucumbir en la nada, sino hacia un Dios
que nos garantiza nuestra realización plena.
La fe en la resurrección hace buscar la unión y la paz del amor en las relaciones con
los demás; motiva el perdón que remite a Dios la regeneración del que nos ha
ofendido; capacita para los grandes gestos de sacrificio y renuncia por el bien
de los seres queridos y por el progreso humano de la sociedad en que se vive; mueve
a adoptar un estilo de vida sobrio, responsable, alejado de la banalidad
frívola del mundo; mantiene firme la confianza aun cuando los logros del amor y
de la justicia no resultan palpables y evidentes.
Así se demuestra que
la existencia humana trasciende lo material y temporal, porque su valor no se
agota en la razón, el éxito o la dicha de este mundo.
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