P. Carlos Cardó SJ
Jesús expulsa a los mercaderes del
templo, óleo sobre lienzo de Jacopo Bassano (1570), Galería Nacional de Londres
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Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas, sentados detrás de sus mesas. Hizo un látigo con cuerdas y los echó a todos fuera del Templo junto con las ovejas y bueyes; derribó las mesas de los cambistas y desparramó el dinero por el suelo.A los que vendían palomas les dijo: "Saquen eso de aquí y no conviertan la Casa de mi Padre en un mercado". Sus discípulos se acordaron de lo que dice la Escritura: "Me devora el celo por tu Casa". Los judíos intervinieron: "¿Qué señal milagrosa nos muestras para justificar lo que haces?" Jesús respondió: "Destruyan este templo y yo lo reedificaré en tres días".Ellos contestaron: "Han demorado ya cuarenta y seis años en la construcción de este templo, y ¿tú piensas reconstruirlo en tres días?" En realidad, Jesús hablaba de ese Templo que es su cuerpo. Solamente cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de que lo había dicho y creyeron tanto en la Escritura como en lo que Jesús dijo.
El templo era el principal lugar del culto judío, cuyo
rito central era el sacrificio del cordero pascual. Miles de corderos se
inmolaban en el atrio del templo. En los sacrificios se quemaba la grasa de los
animales y la carne se dividía: una parte se llevaba a las casas para la comida
pascual y otra se destinaba al santuario para ser vendida por los sacerdotes.
Además, como los corderos tenían que ser puros, el templo garantizaba
su pureza suministrando sus propios animales a un precio más caro. Aparte de
esto, todo israelita tenía que pagar al templo un impuesto de medio siclo de
plata (Neh 10,33-35; Mt 17,23.24)
en moneda nacional, no extranjera (considerada impura), para lo cual se
montaron mesas de cambistas.
Con el correr del tiempo, el templo se enriqueció: tenía campos,
rebaños, carnicerías, curtiembres y talleres de hilados y confecciones de lana, con cientos de trabajadores. Llegó a ser una poderosa
empresa administrada por los sacerdotes, que amasaron grandes fortunas con
aquel negocio abominable.
Nadie criticaba esa corrupción: ni los nacionalistas celotes que
veían el templo como el símbolo de la nación; ni los fariseos que exigían el
cumplimiento de las leyes; ni los intelectuales escribas que las interpretaban;
ni los ricos saduceos que se habían apoderado de la función sacerdotal.
Jesús no se deja impresionar por la riqueza y poder de aquella
institución. Su conciencia crítica lo lleva a desenmascarar aquella perversión.
Su gesto no es un simple arrebato de ira, sino que expresa la actitud valiente
de los grandes profetas (Amós, Miqueas, Isaías, Jeremías) que habían denunciado
la injusticia y dado su vida por la defensa de la verdadera religión. Expulsando
a los mercaderes, Jesús reprueba aquella corrupción insoportable que consiste
en usar a Dios para obtener ganancias y oprimir a la gente. El templo, el mundo
de lo religioso, no puede dividir a las personas, generando privilegios y
poderes indefendibles.
El gesto de Jesús va acompañado de un anuncio: Destruyan el templo
y en tres días lo construiré. Los judíos, tomando la frase al pie de la
letra y aplicándola al templo de piedra, la usarán como la acusación formal
para conseguir la “sentencia” de muerte contra Jesús.
Los discípulos, por su parte, sólo la entenderán en la mañana de
Pascua. Se acordaron de lo que había dicho, y creyeron..., es decir, que el edificio
del templo podía caer (como de hecho ocurrió con la destrucción de Jerusalén por
las tropas de Tito el año 70), pero que el cuerpo de Jesús, destruido en la
cruz por el pecado del mundo, sería resucitado y levantado a lo alto por Dios,
como el templo nuevo de su presencia continua en su pueblo, el santuario de la adoración
en espíritu y en verdad (de que habló Jesús a la Samaritana – cf. Jn 4,23), la perfecta “casa del Padre”.
Así mismo, nosotros somos también el templo de Dios. ¿No saben –dice san Pablo– que son templos de Dios y que el Espíritu
de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo
destruirá a él, porque el templo de Dios es santo y ese templo son ustedes (1
Cor 3,16). El mismo Pablo considera la vida cristiana como una construcción, cuya
piedra fundamental es Cristo, que crece hasta formar un templo consagrado al
Señor, del que formamos parte por medio del Espíritu (Cf. Ef 2,19-22) para ser morada
de Dios.
El pecado y el mal de este mundo destruyen el templo santo que es
la persona humana. Con nuestros desórdenes personales, llenamos el templo que
somos nosotros con otros dioses, objetos de nuestro interés, que son indignos
del lugar santo; convertimos nuestro templo en un lugar de comercio. El Señor
viene y limpia, recupera y rehace.
San Pedro en su primera carta da un contenido comunitario a la
imagen del templo y dice: ustedes como
piedras vivas, van construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio
santo, para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables
a Dios (1 Pe 2,4-5).
La comunidad eclesial es “el nuevo templo”. En él, la ofrenda de
nuestras vidas entregadas a la causa de Jesús y su Reino es el sacrificio
espiritual agradable a Dios. En este templo, además, todos somos necesarios,
como son todas necesarias las piedras del edificio. Formamos una unidad por
encima de raza, lengua, o nación. No hay poderes sino servicios diversos,
carismas y dones que Dios distribuye para que actúen en comunión y se pongan a
disposición de los demás, a fin de constituir un cuerpo en el que no haya
ninguna división.
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