P. Carlos Cardó SJ
Compasión,
óleo sobre lienzo de William-Adolphe Bouguereau (1897), Museo de Orsay, París
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Jesús les dijo: "Cuiden de ustedes mismos, no sea que una vida materializada, las borracheras o las preocupaciones de este mundo los vuelvan interiormente torpes, y ese día caiga sobre ustedes de improviso, pues se cerrará como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra. Por eso estén vigilando en todo momento, para que se les conceda escapar de todo lo que debe suceder, y estar de pie ante el Hijo del Hombre".
Se puede decir que, en cierto
modo, Dios siempre está viniendo y que la vida humana es peregrinación, éxodo, camino
siempre; y ambos, Dios y el ser humano, se encuentran en el tiempo, en la historia.
Pero lo más sorprendente es comprobar, a la luz de la fe, que Dios por su
encarnación no sólo se acerca a la humanidad sino que “se hace carne de nuestra
carne, tierra de nuestra tierra, historia de nuestra historia”.
Dios está siempre con nosotros, no
abandona nunca este mundo por el cual su Hijo dio la vida. Al mismo tiempo,
como meta de nuestro caminar nos aguarda al final de nuestro viaje en el
tiempo. Cuando Jesús habló sobre el final del mundo y de la historia humana no
reveló cosas extrañas y ocultas, sino que quiso quitarnos el velo, que nuestros
miedos y errores nos ponen sobre los ojos, para que estemos atentos a la presencia
de Dios y nos preparemos para el encuentro, sabiendo que la palabra última que
Él dice sobre el mundo, no es una palabra de destrucción y de muerte sino de
creación y vida nueva.
Marchamos, sí, hacia la disolución
del mundo viejo pero, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo. Y hay una relación entre la meta y el camino que estamos
llevando. Dios realiza su plan en la historia, no fuera de ella.
En esta realidad nuestra con sus
contradicciones y en la vida personal de cada uno, con sus caídas y sus
esfuerzos, se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, y el
misterio del reino de Dios que crece sin que nos demos cuenta hasta alcanzar su
plenitud. Jesús no quiere satisfacer nuestra curiosidad sobre el futuro, Él
quiere enseñarnos que el mundo tiene su origen y su fin en el Padre, y quiere
invitarnos a vivir el presente desde esta perspectiva, la única que da sentido
a la vida.
Para que nuestro encuentro final
con el Señor sea la liberación plena, la realización colmada y la felicidad
perfecta que todos anhelamos, la condición es vivir en una actitud de
vigilancia y atención. Jesús es claro y práctico en la advertencia que hace: hay
que procurar que los corazones no se
entorpezcan por el exceso de comida y por las borracheras, y por las preocupaciones de la vida, concretamente,
por el dinero. En otras palabras, no esperamos adecuadamente la llegada del
Hijo del Hombre si sólo buscamos el disfrute egoísta y acaparamos bienes
materiales, sin tener en cuenta a los demás, sobre todo a los necesitados.
Así, pues, a los primeros
cristianos que preguntaban ansiosos cuándo iba a venir el fin del mundo, el
evangelio les decía cómo debían esperarlo; a los cristianos de hoy que piensan con
temor en el fin del mundo o viven como si no lo esperaran porque ya no les
interesa, el evangelio les dice qué sentido tiene el esperarlo y cómo se debe
esperar: procurando encaminar la historia actual hacia la verdadera esperanza,
que no defrauda.
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