P.
Carlos Cardó SJ
Isla
de Syke, óleo sobre lienzo de Richard Ansdell (1856), colección privada
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:"¿Qué les parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿acaso no deja las noventa y nueve en los montes, y se va a buscar a la que se le perdió? Y si llega a encontrarla, les aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se le perdieron. De igual modo, el Padre celestial no quiere que se pierda uno solo de estos pequeños".
La metáfora del pastor que busca la oveja que se pierde, porque
las otras noventa y nueve están bien, nos habla de la ternura de Dios Padre,
que siente compasión y se duele de las ovejas de su pueblo, maltratadas y abandonadas
por sus pastores. Dios reivindica para sí el título de pastor auténtico y lleno
de cariño, y así quiso venir a nosotros históricamente en la persona de Jesús,
buen pastor de la humanidad.
La parábola subraya el valor que tiene para Dios la vida de sus
hijos e hijas y de manera especial su cercanía y misericordia para con los
perdidos. Es, además, una defensa que hace Jesús de su propio compartimiento
frente a los fariseos y doctores de la ley judía que lo criticaban por
acercarse a pecadores públicos y publicanos y comer con ellos. Él dejará bien
en claro que ha venido a buscar lo que está perdido y a salvarlo (Cf. Lc 19,10).
El salir en busca de la extraviada manifiesta la calidad del
pastor, es cualidad típica de un pastor responsable (Cf.
Ez 34,11-12.16; Jn 10, 11-12). Se
supone que un pastor que ama a su rebaño tiene que reaccionar de esa manera. No
puede perder ninguna de sus ovejas, porque le pertenecen y valen mucho para él.
Y sale además a buscar a su oveja no porque sea la más grande ni porque la quiera
más que a las otras noventa y nueve, pues las ama a todas por igual, sino
porque no quiere que ninguna se le pierda.
Así nos ama Dios, nos hace ver Jesús. Su amor por nosotros es tan
extraordinariamente pródigo, indulgente y desinteresado, que está dispuesto a
hacer lo que sea necesario para rescatar para sí, porque le pertenece, a todo
hijo o hija suya que necesite ser restablecido en su condición de hijo.
Jesús, por su parte, estará dispuesto a llevar su amor hasta el
extremo de dar su vida por sus amigos. Si su amor no fuera así, si se quedase
en dar a cada cual lo que se merece, excluir al que le da la espalda o castigar
a quien se ha portado mal, podría quizá cumplir con la justicia humana
reivindicativa, pero no sería Dios. La justicia divina se muestra perfecta en
la misericordia.
“Nosotros conocemos el amor que Dios nos tiene y hemos creído en
él” (1 Jn 4,16). Y no es que nos ame
por nuestros méritos ni nos deje de amar por nuestros deméritos. Su amor es
incondicional y gratuito. No nos ama porque lo merezcamos y su amor es anterior
al que nosotros podamos tenerle. Tampoco necesita de nuestro amor.
“El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en
que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados” (1Jn 4, 10). El cristiano fundamenta
sobre esta convicción su confianza básica, esa confianza sin la cual no es
posible vivir humanamente ni construir una personalidad sana, valiosa, y
benéfica para los demás. Sabe, por eso, que debe mostrar
en su amor y entrega a los demás el amor que recibe, y se sabe capaz de amar:
se ama a sí mismo porque siente amado, y Dios le ha enseñado que debe mostrarle
su gratitud amando a los demás. “Si Dios nos amó así, también nosotros debemos
amarnos unos a otros” (1Jn 4,11).
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