P. Carlos Cardó SJ
En el año décimo quinto del reinado del César Tiberio, siendo Poncio Pilato procurador de Judea; Herodes, tetrarca de Galilea; su hermano Filipo, tetrarca de las regiones de Iturea y Traconítide; y Lisanias, tetrarca de Abilene; bajo el pontificado de los sumos sacerdotes Anás y Caifás, vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías.Entonces comenzó a recorrer toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de penitencia para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro de las predicciones del profeta Isaías:“Ha resonado una voz en el desierto: Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos. Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios”.
El evangelio de hoy nos presenta otra de las figuras del Adviento:
Juan Bautista, el precursor de Jesús. Es la persona bien dispuesta a acoger al
Señor que viene; por eso es una síntesis viviente del Antiguo Testamento y
manifiesta lo más característico del Israel fiel: la expectativa por el futuro
de Dios que trae la liberación para quienes se vuelven a Él con un corazón bien
dispuesto.
Dice Lucas que la palabra de
Dios vino sobre Juan, el hijo de Zacarías en el desierto. Por lo que se sabe
de él, Juan no siguió el camino del sacerdote Zacarías, su padre, sino que,
movido por Dios, escogió el desierto para preparar el camino del Señor. El desierto
tiene en la Biblia un gran significado.
Israel se formó en el éxodo por el desierto. Allí tuvo sus mayores
experiencias de la cercanía providente de Dios y aprendió a superar dificultades,
a sostener sus expectativas con esperanza, a compartir solidariamente el escaso
alimento, a andar con la mirada puesta en el futuro de Dios. A partir de
entonces, ir al desierto significa recordar que no tenemos aquí morada
permanente, que siempre estamos en éxodo: forzados a salir constantemente de
cuanto nos esclaviza, para dirigirnos a la libertad que la ley del Señor nos
asegura.
Por eso, la liturgia cristiana del adviento hará del símbolo del
desierto la expresión del deseo de abandonar lo que es vano o engañoso para
hallar lo que es esencial en la vida, la verdad del propio ser y la verdad de
Dios.
Lucas hace ver que la predicación de Juan Bautista en el desierto estaba
inspirada en las enseñanzas de Isaías, el gran profeta del siglo VI a. C., que
transmitió esperanza a su pueblo en una de sus peores épocas, la del destierro
en Babilonia. Para este profeta, como para Juan, la salvación está llegando y
alcanza al mundo entero, pero hay que prepararse para recibirla como quien
construye un camino en el desierto, lo cual exige nivelar senderos, rellenar
barrancos, rebajar montañas o colinas, enderezar y rectificar lo que está
torcido o desnivelado.
Hoy siguen resonando esos verbos moviéndonos a reconocer que puede
haber otros caminos, otros modos de vivir que el Señor quiere que vivamos. Y
eso significa nivelar, rellenar, rebajar, enderezar y rectificar lo que sea
necesario para que nuestro deseo de preparar la venida del Señor vaya
acompañada de frutos reales de conversión.
No es fácil saber a qué debemos convertirnos o en qué debemos
cambiar. Podemos estar tan a gusto donde estamos, que no percibimos que puede
haber otros caminos, otros modos de vivir más conformes a la voluntad del Señor
sobre nosotros. Tenemos miedo a salir de donde estamos y preguntarle al Señor:
¿Qué quieres que haga?
Él me dirá que convertirme puede significar ser más auténtico y
consecuente con los valores que profeso. Puede significar cambiar de mentalidad,
para dejar actitudes vanas y mundanas y asumir otras nuevas de caridad y
justicia. Puede significar, en fin, cambiar mis sentimientos egocéntricos por sentimientos
altruistas, y cultivar una mayor sensibilidad por el otro, en especial por el
pobre y el que está en necesidad.
Juan anunció la venida salvadora del Mesías de Dios. Lo que
aconteció en el país de los judíos, ahora alcanza a la vida de cada uno de
nosotros. Nuestra actitud no puede ser otra que la conversión. El Señor viene
con la salvación. La eucaristía es la prueba más inequívoca de ello. Miremos,
como nos pide el evangelio, qué debemos elevar o abajar, enderezar o rectificar
para vivir con mayor coherencia nuestra fe cristiana.
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