jueves, 20 de diciembre de 2018

La encarnación del Hijo de Dios (Lc 1, 26-38)

P. Carlos Cardó SJ
La Anunciación, témpera sobre lienzo de Sandro Botticelli (1489 -1490), Galería Uffizi, Florencia, Italia
A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.El ángel, entrando en su presencia, dijo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo."
Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél.
El ángel le dijo: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin."Y María dijo al ángel: "¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?".
El ángel le contestó: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible."
María contestó: "Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra." Y la dejó el ángel.
Adviento nos presenta la figura de María como la Virgen fiel, atenta a la Palabra de Dios que se encarna en su seno. Ella es modelo de oración, vigilancia y espera, actitudes que se nos piden en adviento. Hay, pues, motivos muy válidos para la admiración, gratitud y amor que profesamos a la Madre de Dios. Ella nos ayuda con su ejemplo y su intercesión a acoger a su Hijo que viene a nosotros. Ella nos pone con Él.
Para toda mujer, el nacimiento de su hijo supone una fiesta extraordinaria, que cambia su vida para siempre; pero la espera del hijo es un tiempo excepcional, en el que se genera entre la madre y su hijo una intimidad verdaderamente indisociable. Por eso, si la navidad es la fiesta que exalta la maternidad de María, el adviento exalta la fe con que María acepta su vocación de madre del Redentor.
El texto de Lucas sobre la anunciación a María (Lc 1,26-38) refleja la alegría de Dios en su encuentro, por medio del ángel, con María, la llena de gracia…, bendita entre todas las mujeres. Y esta alegría que Dios le transmite abre la espera de la virgen madre. En María, la humanidad acoge el ofrecimiento de salvación hecho por Dios. Dios ha hallado una madre que le haga nacer entre nosotros.
Todo en María ha sido predestinado por Dios con vistas al cumplimiento de su voluntad de revelarse a la humanidad y salvarla enviando a su Hijo al mundo. Dios ha querido encontrarse con ella desde su eternidad. El sueño de Dios en favor de sus hijos puede al fin realizarse. Y Dios viene, se incorpora en nuestra historia, sella su alianza con nosotros para siempre.
María acoge el plan de Dios con la actitud de obediencia propia de la fe. Pero esta obediencia lleva primero a remontar las dificultades del creer. María, como los grandes creyentes de la historia, no teme expresar ante su Dios su propio sentimiento de incapacidad frente al designio divino que trasciende toda humana razón: ¿cómo podrá ser esto si no tengo relación con ningún varón?
Y en virtud de esa misma fe confiada que le hace al mismo tiempo referir toda su existencia al Dios que todo lo puede, no duda en responder al anuncio: Hágase en mí lo que has dicho. En su respuesta halla eco el Hágase divino, por el que fueron creadas todas las cosas. Su acogida de la gracia anuncia la nueva creación. María pone a disposición del Padre su cuerpo virginal, para que su Hijo pueda tener un cuerpo humano por obra del Espíritu Santo, y se convierta en hermano nuestro. Lo imposible se hace posible. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
En la Encarnación María inicia un camino de fe, y ya toda su vida será un caminar en la “obediencia de la fe”, un continuo adviento de esperanza en el silencio de la oración, en la oscuridad de la fe, en la sorpresa del misterio de Dios. María conservaba todas estas cosas en su corazón.
El espíritu propio del adviento nos lleva, pues, a considerar la fe, esperanza y amor con que la Virgen Madre esperó a su Hijo. Como ella nos sentimos movidos a prepararnos, “vigilantes en la oración y… alegres en la alabanza”, para salir al encuentro del Salvador que viene, a no hacer resistencia a su venida aunque venga a cambiarnos, aunque cambie nuestros planes. Con María nos fiamos de Dios y decimos: Hágase en mí según tu palabra.

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