P.
Carlos Cardó SJ
La
adoración de los pastores, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo
(1655), Colección Wallace, Londres, Inglaterra
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En el principio ya existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. Ya en el principio Él estaba con Dios. Todas las cosas vinieron a la existencia por Él y sin Él nada empezó de cuanto existe. Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron.Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz.Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba; el mundo había sido hecho por Él y, sin embargo, el mundo no lo conoció.Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre, sino que nacieron de Dios.
Y aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como a Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan el Bautista dio testimonio de Él, clamando: "A éste me refería cuando dije: ‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo’ ".De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado.
La
Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Dios,
a quien nadie ha visto nunca ha querido estar con nosotros por medio de su «Palabra», su Hijo eterno (Jn 1,1.14). No ha querido realizar la
salvación del mundo manteniéndose en una inasequible lejanía, sino que ha preferido
descender para elevarnos, empobrecerse para enriquecernos, hacerse hombre para hacernos
participar de su vida divina. Se hace Dios-con-nosotros, cercano y prójimo
nuestro, que habita entre nosotros.
En esto consiste el elemento
decisivo de la buena noticia (evangelio) que Dios nos da. Pero al decírnosla, Dios
se arriesga a que no la entendamos o se la rechacemos. Y así ha ocurrido, en
efecto, pues ya en el primer siglo del cristianismo surgieron corrientes de
pensamiento contrapuestas: unas que veían a Jesús como un hombre
extraordinario, incluso como Mesías, pero no como Dios; otras que reconocían su
divinidad pero negaban que fuese al mismo tiempo hombre.
A partir de ahí se han sucedido en
la historia innumerables debates teológicos y, lo que es peor, polarizaciones
prácticas que generan formas opuestas de vivir el cristianismo sobre la base de
una glorificación excesiva de Jesucristo con olvido de su humanidad, o
viceversa, es decir, por no integrar la divinidad y la humanidad en la persona
de Jesucristo.
Consciente de las resistencias que sus afirmaciones sobre la
encarnación de Dios iban a enfrentar, Juan, no obstante, da un paso más y
proclama: Y nosotros hemos visto su
gloria, gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad (v.
14).
La majestad, el poder, el resplandor de su santidad, el dinamismo
de su ser creador, todo ello se encarna en Jesús por su íntima unión
trascendente con el Padre que lo envía. Más aún, en Él, Dios no sólo asume
nuestra condición humana, sino que se nos da a sí mismo. Por eso, el Niño que
en Belén se incorpora en las vicisitudes históricas que hoy como entonces
podemos vivir, es –en la misteriosa profundidad de su ser– una sola cosa con
Dios. Es la palabra, la comunicación plena y definitiva de Dios.
En adelante, toda su vida humana, desde su nacimiento hasta su
muerte y toda su existencia de resucitado, elevado a la derecha del Padre, es comunicación
de Dios de forma definitiva, en la que el mismo Dios se nos dice y se relaciona
con todo ser humano como el aliado que lucha con nosotros y vence con nosotros,
como el hermano mayor que guía con su ejemplo, como el amigo que comparte todo
lo que es y todo lo que tiene.
Núcleo central de nuestra fe, la encarnación de Dios es asimismo raíz
y fundamento último de nuestra esperanza. Este Dios hecho hombre, hecho
historia, hecho tiempo, es el que nos asegura –particularmente en este último
día del año–, que con su venida ha llenado nuestro futuro de promesa y lo ha encaminado
irreversiblemente a su reino. El futuro de la humanidad y de todo el universo creado
por amor está garantizado porque Dios se ha hecho hombre en Jesús para renovar,
rehacer y llevar a plenitud todo lo creado.
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