P. Carlos Cardó SJ
Triunfo de la Divina Providencia, fresco de Pietro Da Cortona
(1625- 1633), Galería Nacional del Arte Antiguo (ex Palacio Barberini), Roma,
Italia
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En ese momento Jesús se llenó del gozo del Espíritu Santo y dijo:"Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has dado a conocer a los pequeñitos. Sí, Padre, pues tal ha sido tu voluntad. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos; nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre; nadie sabe quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera dárselo a conocer".
Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos:
"Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! Porque yo les digo, que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron".
Los discípulos han sido enviados por
Jesús a predicar y regresan contentos por el éxito alcanzado. Jesús ser alegra
y da gracias a Dios, su Padre. Movido por
el Espíritu Santo, exclamó: Yo te alabo, Abba, Señor del cielo y de la tierra… Esta
oración de alabanza y acción de gracias refleja la intimidad con que se dirigía
a Dios, llamándole Abbá.
Pronunciada por Él con toda su
resonancia aramea, la palabra Abbá
era el modo común como un hijo se dirigía a su progenitor; los niños le decían abbí.
Es palabra inequívocamente tierna y confiada para quien la pronuncia y para
quien la escucha. Quien la dice se identifica a sí mismo por su íntimo
parentesco con el otro.
En el caso de Jesús, expresa el afectuoso
respeto con que se sitúa ante Aquel de quien procede. Hace ver que ante el
misterio de Dios, Jesús siente la máxima cercanía que un hombre es capaz de
experimentar. Así trata a Dios y así nos enseña a tratarlo. Es lo más central
de cristianismo. Ya no hay cabida al miedo en la relación con Dios, porque el
miedo supone el castigo (1Jn 4, 18).
Otra cosa es el “temor de Dios,
inicio de la sabiduría” (Prov 9,10), que
es respeto amoroso y obediente. Ambas cosas, amor y respeto, van siempre
juntos. Jesús nos enseña a experimentar así a Dios: como ternura de máxima
intimidad y a la vez altísimo Señor de cielo y tierra, más íntimo a mí que yo
mismo y a la vez totalmente otro, misericordioso y justo, cuya omnipotencia está
siempre a nuestro favor y es capacidad de obrar por nosotros mucho más de lo
que podemos esperar y pedir.
Jesús alaba a su Padre porque el
establecimiento de su reinado, el señorío de su amor salvador sobre todo lo
creado, ha comenzado ya. Su fuerza transformadora se ha desplegado e irá
extendiéndose en su relación con nosotros y con el mundo. Actúa en quienes se
dejan conducir por el Espíritu de Jesús y es objeto de nuestra esperanza, pues
culminará en el tiempo fijado por Dios.
Este conocimiento de la voluntad
salvadora de Dios es una gracia que llena de esperanza a los humildes y
sencillos, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo.
Sencillos y humildes son los que ponen su destino en manos de Dios con espíritu
de confianza y entrega, seguros de que Dios permanecerá con ellos para siempre,
y enjugará toda lágrima de sus ojos (Ap 7,17; 21,4).
Sabios y prudentes según el mundo
son, en cambio, los que nada esperan ni de Dios ni de los demás, porque ponen su
confianza en su propio poder y en lo que tienen. Son los que se sirven y se
guardan para sí mismos, quedándose solos al final, con sus vidas vacías y sin promesa.
No reconocen que la persona humana sólo se logra a sí misma y se humaniza si se
hace hijo de Dios y hermano de su prójimo. Reconocerán finalmente que han
construido sobre arena.
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