miércoles, 16 de mayo de 2018

Oración sacerdotal de Jesús (Jn 17, 11b-19)

P. Carlos Cardó SJ
Siete obras de Misericordia, óleo sobre lienzo de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1607), Iglesia del Pio Monte de la Misericordia, Nápoles, Italia
Jesús levantó los ojos al cielo, y oró diciendo: "Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros. Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto. Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo. Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad."
Llamada “sacerdotal” por su carácter de acción de gracias y de intercesión (Jesús mediador), la oración de Jesús a su Padre en la Última Cena contiene la cima de la revelación de su propia identidad y también la de sus discípulos, por su estrecha vinculación a su obra. Jesús da gracias por la obra que el Padre le ha confiado y ruega por los que la continuarán después.
Se dirige a Dios llamándolo Padre santo. Dios es santo, según la Biblia, por ser el absolutamente diferente a todo lo creado. No obstante, se hace como nosotros para que nosotros seamos santos ante Él por el amor (Ef 1, 4). Es propio del Dios santo hacer santos: semejantes a Él y diferentes al mundo.
A ese Dios reconocido como santo, Jesús encomienda la conservación de la unidad de sus discípulos. La unidad, anhelo fundamental del ser humano, es también la expresión más plena del amor porque el amor verdadero tiende a la unidad. El mal divide. La santidad es unidad, que se logra por el amor, la fraternidad y la misericordia. Por eso, el sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto de Mt 5, 48, es traducido por Lc 6, 36 como sean misericordiosos, que significa unirse de corazón (cor) a los demás, en especial a los que la pasan mal (miser).
Por ser amor, Dios es comunidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu. Su unión perfecta nos abraza y se nos comunica por el Espíritu, que del Padre y del Hijo procede. Movido por él, Jesús vivirá la pasión de reunir a los hijos e hijas de Dios dispersos para hacer con ellos un solo rebaño, una familia. Por eso es escandalosa la división de los cristianos, es lo más opuesto a la obra del Hijo, divide la túnica de Cristo (Jn 19,23) y rompe su cuerpo.
Cuando estaba con ellos los protegía, dice el Buen Pastor. Y ninguno se perdió, excepto el hijo de la perdición. Se le ha identificado con Judas. Es frase oscura, chocante: ¿se puede hablar de predestinación a la perdición? En toda la Biblia aparece como lo más característico de Dios la búsqueda del perdido. Para eso viene Jesús para buscar y salvar lo que está perdido. Pero el hecho es que la perdición es como el horizonte de la salvación: se salva lo que está perdido.
Si no hay perdición no hay salvación. Judas vendría a ser el icono, prototipo del hombre perdido que Jesús ha venido a salvar. Algunos han visto en el “hijo de la perdición” a Satanás, a quien Juan considera “jefe de este mundo” y mentiroso. Pablo, por su parte, lo designa como el “hombre inicuo”, “hijo de la perdición”, “adversario”, que se levanta por encima de todo lo que es divino o recibe culto, hasta llegar a sentarse en el santuario de Dios, haciéndose pasar a sí mismo por Dios (2 Tes 2, 3-4).
Sin embargo, nada autoriza a ubicar esto en situaciones o personajes concretos de la historia. El texto no es histórico, ni filosófico, ni político, sino teológico. Lo que intenta decir Pablo es que no debe interesar el cuándo o el cómo del fin del mundo, sino el triunfo final de Cristo.
La obra de Jesús apunta siempre a la alegría de los hijos e hijas de Dios. Quiere para ellos su misma alegría plena, se la promete y les da su palabra como garantía de su promesa. Al mismo tiempo, sin embargo, los quiere prevenir porque el mundo los odia. El mundo ama lo que le pertenece y odia a los que son de Cristo. Por eso la alegría de los cristianos no será la alegría que ofrece el mundo mentiroso. 
Pero estarán en Él y en Él deberán continuar su obra. Contarán  para ello con la protección  del Padre y con su unión fraterna, que los santifica en la verdad, en la autenticidad de su ser hijos santos como el Padre es santo. La santidad del Padre se reflejará en su ser hermanos, capaces de amar con el mismo amor. Lo que santifica es el amor que Jesús revela y comunica, y que procede de Dios. Eso es lo que Él pidió para nosotros en su oración la víspera de su pasión. 

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