P.
Carlos Cardó SJ
Siete
obras de Misericordia, óleo sobre lienzo de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1607),
Iglesia del Pio Monte de la Misericordia, Nápoles, Italia
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Jesús levantó los ojos al cielo, y oró diciendo: "Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros. Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto. Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo. Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad."
Llamada “sacerdotal” por su carácter de acción de gracias y de
intercesión (Jesús mediador), la oración de Jesús a su Padre en la Última Cena contiene
la cima de la revelación de su propia identidad y también la de sus discípulos,
por su estrecha vinculación a su obra. Jesús da gracias por la obra que el
Padre le ha confiado y ruega por los que la continuarán después.
Se dirige a Dios llamándolo Padre
santo. Dios es santo, según la Biblia, por ser el absolutamente diferente a
todo lo creado. No obstante, se hace como nosotros para que nosotros seamos santos
ante Él por el amor (Ef 1, 4). Es
propio del Dios santo hacer santos: semejantes a Él y diferentes al mundo.
A ese Dios reconocido como santo,
Jesús encomienda la conservación de la unidad de sus discípulos. La unidad,
anhelo fundamental del ser humano, es también la expresión más plena del amor
porque el amor verdadero tiende a la unidad. El mal divide. La santidad es
unidad, que se logra por el amor, la fraternidad y la misericordia. Por eso, el
sean perfectos, como su Padre celestial
es perfecto de Mt 5, 48, es traducido por Lc 6, 36 como sean misericordiosos, que significa unirse
de corazón (cor) a los demás, en
especial a los que la pasan mal (miser).
Por ser amor, Dios es comunidad de personas, Padre, Hijo y
Espíritu. Su unión perfecta nos abraza y se nos comunica por el Espíritu, que del
Padre y del Hijo procede. Movido por él, Jesús vivirá la pasión de reunir a los
hijos e hijas de Dios dispersos para hacer con ellos un solo rebaño, una familia.
Por eso es escandalosa la división de los cristianos, es lo más opuesto a la
obra del Hijo, divide la túnica de Cristo (Jn
19,23) y rompe su cuerpo.
Cuando
estaba con ellos los protegía, dice el Buen Pastor. Y ninguno se perdió, excepto el hijo de la
perdición. Se le ha identificado con Judas. Es frase oscura, chocante: ¿se
puede hablar de predestinación a la perdición? En toda la Biblia aparece como
lo más característico de Dios la búsqueda del perdido. Para eso viene Jesús para
buscar y salvar lo que está perdido. Pero el hecho es que la perdición es como
el horizonte de la salvación: se salva lo que está perdido.
Si no hay perdición no hay salvación. Judas vendría a ser el
icono, prototipo del hombre perdido que Jesús ha venido a salvar. Algunos han
visto en el “hijo de la perdición” a Satanás, a quien Juan considera “jefe de
este mundo” y mentiroso. Pablo, por su parte, lo designa como el “hombre
inicuo”, “hijo de la perdición”, “adversario”, que se levanta por encima de todo lo que es divino o recibe culto,
hasta llegar a sentarse en el santuario de Dios, haciéndose pasar a sí mismo
por Dios (2 Tes 2, 3-4).
Sin embargo, nada autoriza a ubicar esto en situaciones o
personajes concretos de la historia. El texto no es histórico, ni filosófico,
ni político, sino teológico. Lo que intenta decir Pablo es que no debe
interesar el cuándo o el cómo del fin del mundo, sino el triunfo final de
Cristo.
La obra de Jesús apunta siempre a la alegría de los hijos e hijas de
Dios. Quiere para ellos su misma alegría
plena, se la promete y les da su palabra como garantía de su promesa. Al
mismo tiempo, sin embargo, los quiere prevenir porque el mundo los odia. El mundo ama lo que le pertenece y odia a los
que son de Cristo. Por eso la alegría de los cristianos no será la alegría que ofrece
el mundo mentiroso.
Pero estarán en Él y en Él
deberán continuar su obra. Contarán
para ello con la protección del Padre y con su unión fraterna, que los santifica en la verdad, en la autenticidad
de su ser hijos santos como el Padre es santo. La santidad del Padre se
reflejará en su ser hermanos, capaces de amar con el mismo amor. Lo que
santifica es el amor que Jesús revela y comunica, y que procede de Dios. Eso es
lo que Él pidió para nosotros en su oración la víspera de su pasión.
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