P.
Carlos Cardó SJ
Planta
de vid con brotes, vitral de Jean-Pierre Bretégnier (1922), colección privada
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Jesús dijo a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.»
La
alegoría de la vid aparece ya en Is 5,1-7 y en Ez 15,1-8, pero aludiendo al
pueblo de Israel. Aquí, en cambio, Jesús emplea el símbolo de la vid para referirse
al misterio de su persona y a la relación que ha de tener con Él quien lo sigue.
Yo
soy la vid, ustedes los sarmientos. Una sola
vida, una sola planta, una misma savia y unos mismos frutos. Así piensa Jesús
la unión profunda que ha de haber entre Él y quienes lo aman y cumplen sus enseñanzas.
Esta unión se refuerza con la palabra clave de todo este discurso que
es “permanecer en” (siete veces
aparece). Equivale a habitar y designa relaciones de
afecto entre Cristo y nosotros. El verbo permanecer
es muy sugerente: la persona
permanece y habita allí donde está su corazón. Donde ama y es amado uno se
siente en casa.
En el discurso de Jesús, el amor que el Padre tiene a su Hijo y a
cada uno de nosotros es nuestra casa,
el espacio donde podemos vivir y encontrar nuestra auténtica identidad de
hijos. Es lo que más desea Jesús: hacernos vivir una relación personal, firme, íntima y estable de Él con cada uno de nosotros
y de nosotros con el Padre y con nuestros hermanos.
Pero el permanecer es también mantenerse.
El seguimiento de Jesús, no puede ser un deseo pasajero que brota en
un momento de fervor y después, por las vicisitudes de la vida, se va dejando
enfriar hasta que se pierde. Seguir a Jesús es una resolución de por vida, que se ha de vivir y hacer
revivir día a día. El verdadero amor perdura. Así nos ama Dios, sin
vuelta atrás.
Otra
idea reiterada en este pasaje es la de producir
mucho fruto. La unión del sarmiento con la vid es la condición de la
fecundidad. Nuestra unión con Cristo garantiza la fecundidad de nuestra vida. Lo
que logramos en la vida brota de lo que somos: sarmientos unidos a la planta
que es Cristo. Y la prueba de la calidad de la fe con que nos unimos a Él es el dar fruto.
Por
tanto, la vida entera del
cristiano ha de demostrar que está identificado con el Señor, con sus valores, sus
opciones, su comportamiento. La vida del discípulo ha de reflejar la de su
maestro. Y esto supone un trabajo, una lucha constante por vivir conforme a sus
enseñanzas. Contamos para ello con el apoyo decidido de Jesús y de nuestro
Padre. Pero hay podas que deben hacerse.
Es
dolorosa la poda: cortar, enderezar, corregir... Pero es necesaria. ¿Quién puede
decir que ya ha suprimido lo que debe suprimir y no tiene ya nada más que
cortar? Y lo que se corta, ¿no vuelve a crecer? Hemos de reconocer que siempre
podemos ser un poco más auténticos. Lo contrario es quedar condenados a la
esterilidad del sarmiento que se echa a perder.
No
creamos, sin embargo, que esta labor ensombrece nuestra vida. Todo lo
contrario, pero a condición de que se haga por motivaciones profundas y
positivas. La parábola hace ver que el fruto
de la vid es el vino que alegra el corazón y es símbolo de alegría y amistad, es
decir, de aquello que es imprescindible para que la vida sea verdaderamente
humana y feliz.
Por
eso, la alegría será siempre la motivación más certera, como aparece en aquella
otra parábola de Jesús sobre el labrador que encontró un tesoro y, por la alegría que le dio, empeñó todo
lo que tenía para adquirir ese campo.
Quien
vive de esta alegría, vive también la urgencia de compartir con otros sus
convicciones y la satisfacción que le producen. El discípulo busca, pues, ganar
otros discípulos para Cristo, y esa “ganancia”, que se obtiene sobre todo por
medio del testimonio que da con
la propia vida, constituye también el gran fruto, del que habla la
parábola de la vid.
“Por
sus frutos los conoceréis”. Hay cristianos y comunidades que transmiten
eficazmente fe y esperanza. Hay también quienes nada comunican o incluso
contradicen con su mal ejemplo la fe que profesan. El riesgo de la fe será
siempre el funcionar por inercia, sin frutos, sin resultados reales en la
transformación de la propia persona y de la sociedad. Y no bastan los frutos
privados que no van acompañados de los comunitarios y sociales. Se puede vivir
la fe como algo íntimo y privado, con frutos piadosos, pero que no manifiestan
fraternidad y justicia, piedra de toque del verdadero amor a Cristo.
No cabe el desánimo. Contamos con la gracia del Señor que ayuda a
nuestra debilidad. Se nos da como alimento que capacita y fortalece en la
eucaristía. En ella se cumple la parábola de la vid, porque el mismo Señor nos une a Él y a los hermanos: quien come su carne y
bebe su sangre tiene vida eterna, el Señor habita en él y él en el Señor.
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