P. Carlos Cardó SJ
La Santísima Trinidad, óleo sobre lienzo
atribuido a Francisco Caro (siglo XVII), Museo del Prado, Madrid
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En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo".
Jesús,
antes de partir, envió a sus apóstoles a todo el mundo para hacer discípulos de
todas las gentes y bautizarlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espiritu
Santo. Antes de que Mateo escribiera su evangelio, el bautismo se impartía en
nombre de Jesucristo, aunque había iglesias en las que la liturgia bautismal
incluía el nombre de las tres personas de la Trinidad, tal como las menciona
sobre todo San Pablo (2 Cor 13,13; 1 Cor
12,4-6, cf 1 Cor 6,11, Ga14, 6,1 Pe 1, 2).
Probablemente
hubo también el interés de asociar el bautismo cristiano al de Jesús, en el que
resonó desde el cielo la voz de Padre, y el Espíritu Santo descendió hasta Él (Mt 3, 16s). La invocación del triple
nombre afirmaba que los bautizados no solo recibían la fe en Cristo sino también
experimentaban la infusión del Espíritu por el cual renacían a una nueva vida
de hijos e hijas de Dios, Padre de Jesucristo y Padre nuestro. La mención de
las tres personas no implicaba aún el dogma trinitario, que se desarrolló más
tarde, pero permite ver que en los primeros cristianos actuaba ya la fe en el
misterio de Dios Trinidad.
Conviene
recordar que “misterio” no es una suerte de enigma que no se puede comprender. En
sentido cristiano, misterio es una verdad revelada, que conocemos porque alguien,
en quien confiamos plenamente, nos la ha comunicado y que, una vez acogida, no
deja de dársenos a conocer, produciendo efectos en nuestra vida. No es una idea
abstracta sino una verdad que transforma la vida, dándole sentido y calidad.
El
misterio de la Trinidad nos dice que Dios no
es un ente abstracto y lejanísimo, sino vida y fuente de vida, y por eso es
comunidad y relación. La expresión de San Juan: Dios es amor pone justamente de relieve la relación interna que
constituye el ser de Dios: el que ama
(el Padre), el que es amado (el Hijo) y el amor con que se aman y se unen (el
Espíritu Santo). Y como hemos sido creados a su imagen y semejanza, los seres humanos
alcanzamos nuestro pleno desarrollo en nuestra relación de hijos e hijas para
con Dios y de hermanos y hermanas entre nosotros.
Guiados
por los profetas, Israel fue intuyendo progresivamente a lo largo de su
historia, y siempre de manera velada y fragmentaria, el misterio del único Dios
en tres personas. Vieron a Dios como Padre, creador y señor, que por pura
benevolencia había escogido a su pueblo de Israel para desde él ofrecer a la
humanidad el don de la salvación.
Experimentaron
también el misterio de Dios al sentir la fuerza, que como fuego o viento
impetuoso (espíritu) sostiene y orienta la creación, ilumina las mentes,
dispone los corazones para el amor e instruye en el recto obrar conforme a la ley
moral.
Y también por
inspiración de los profetas, llegaron a intuir que, en el tiempo fijado, Dios
enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor. Anunciado como luz de las naciones,
pastor, maestro y servidor, el Mesías haría posible la máxima cercanía de Dios
con los hombres, y sería llamado Emmanuel, Dios con nosotros.
Pero
podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en su palabra y en sus actitudes,
en su vida y en su muerte, llega a plenitud el conocimiento de Dios Trinidad.
Ante la revelación de Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones de los
profetas quedan opacadas. Podemos decir que sin Él, difícilmente habríamos podido
conocer que Dios realiza la unidad de su ser en tres personas: como el Padre, a
quien Jesús ora y se entrega hasta la muerte y es quien lo resucita; como el
Hijo que está junto al Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien
el mismo Dios se nos hace presente al modo humano; y como el Espíritu Santo que
es la presencia continua del amor de Dios en nosotros y en la historia.
Jesús mantuvo
con Dios una singular relación de cercanía e intimidad, que él expresaba con el
lenguaje con que un hijo se dirige a su padre llamándole: Abbá. Mantuvo con él la más absoluta confianza: mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las
palabras que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma
cosa. Al explicarnos esto, Jesús nos enseñó cómo y por qué Dios es Padre,
suyo y nuestro. Subo a mi Padre y vuestro
Padre, a mi Dios y vuestro Dios.
Asimismo, Jesús
reclamó para sí la plena posesión del Espíritu divino. Se aplicó, sin temor a
ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí porque
me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las naciones... (Lc
4, 18-19; Is 61, 1-2). Y después de
su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo como lo había prometido
a los apóstoles.
Por este mismo Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo
adoramos como Dios y hombre verdadero. Por él también tenemos acceso al Padre
como hijos e hijas, liberados de toda opresión y temor. Por él formamos entre
todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la que
Cristo se prolonga por toda la historia. Este
es el núcleo central de nuestra fe: un solo Dios que en cuanto Padre crea
familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y en cuanto Espíritu Santo crea
comunidad.
De este modo, el misterio de la Trinidad se convierte en
nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando
comunidad. Misterio de comunión, la Trinidad nos hace
apreciar esta verdad que da sentido a la vida: la verdad de la comunión
fraterna, de la solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y
la bondad, en una palabra, la verdad del amor.
Por eso, la fe en Dios Trinidad,
encuentra en el amor humano su expresión más cercana y sugerente. En la unión
amorosa del hombre y de la mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua
fuente de inspiración para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer
de este mundo un verdadero hogar.
El
misterio de la Trinidad Santa no es, pues, una teoría ni un dogma racional. Es una
verdad que ha de ser llevada a la práctica. Porque quien confiesa a Dios como
Trinidad, vive la pasión de construir una sociedad en la que sea posible sentir
a Dios como Padre, a Jesucristo como hermano que da su vida por nosotros, y al Espíritu
como fuerza del amor que une los corazones para formar entre todos una sola
familia.
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