P.
Carlos Cardó SJ
La
última cena, óleo sobre lienzo de Francesco Bassano el joven (1586), Palacio
Real de Aranjuez, Madrid
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Durante la comida, Jesús tomó pan y después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomen, este es mi cuerpo.» Tomó luego una copa y, después de dar las gracias, se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi sangre de la Alianza, que será derramada por muchos. En verdad les digo que ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios.»
Este texto eucarístico de Marcos termina con la solemne
afirmación: Les digo en verdad (amén,
amén, yo les digo) que ya no beberé más
del fruto de la vid hasta el día en que
beba el vino nuevo en el reino de Dios. Esta frase hacía ver a los primeros
cristianos que cuando se reunían para partir juntos el pan y beber juntos el
vino, no solamente recordaban la muerte del Señor, sino que comían realmente su
cuerpo y bebían su sangre, es decir, unían íntimamente sus personas a la de Él,
se creaba una verdadera comunión con Dios y entre ellos, cuya plenitud se alcanzará
al final de los tiempos, cuando venga sobre todo lo creado el reinado de Dios.
Los evangelios sinópticos y Pablo concuerdan perfectamente en la
intención de hacer ver a los cristianos de las futuras generaciones que Jesús, por
las acciones y palabras que empleó en la cena que celebró con sus discípulos
antes de padecer, interpretó su muerte como la culminación del plan de
salvación que había recibido de Dios, su Padre, y que Él había querido cumplir
plenamente por amor a sus hermanos.
En la última cena hay un Jesús que piensa en su muerte inminente y
habla de ella poniéndola en relación con
el contenido central de toda su enseñanza y con el significado central de su
propia existencia, que es el de una vida que se entrega para dar vida.
Al mismo tiempo, la cena del Señor se realiza en una situación
cargada de expectativa. Hay allí un Jesús que piensa en el reino. Por eso,
entiende y plantea la cena en términos escatológicos, como la anticipación de
la alegría definitiva en el reino de su Padre.
Y es también una situación cálidamente familiar y fraterna: Jesús
está reunido con el grupo de sus íntimos, con aquellos que han perseverado con
Él en sus prueba, y a los que quiere mantener unidos a Él y entre sí, pase lo
que pase. Por eso la celebración de su cena por los cristianos será
constitutiva de la comunidad, en todos sus aspectos: porque une en comunión a
los hermanos entre sí y con Cristo, porque es signo de su reino por venir y
porque es también señal o instrumento de su presencia y de su obra salvadora en
la historia. La eucaristía hace a la Iglesia.
La cena de Jesús puede enmarcarse en el contexto de las comidas
comunitarias que tuvo durante su vida con gente de todo tipo de procedencia. Se
ven en ella puntos de contacto con las formas habituales de comer propias de
los judíos, en especial la de los banquetes festivos y, más concretamente, la
de la cena de pascua.
En dichos banquetes son esenciales los elementos siguientes: la
pertenencia mutua y la religación personal de los comensales por la afirmación
y vivencia de su pertenencia al pueblo escogido; la acción de gracias por la
liberación; la apertura de principio a todos los alejados, y el deseo de la reunión
de todos los hijos de Dios dispersos. Por todo ello, esos banquetes eran
“signo” precursor del incipiente reinado final de Dios. Pero estos datos,
aunque ilustrativos, no bastan por sí solos para explicar lo que Jesús quiso
hacer en su Cena.
Por eso, cuando los evangelios relatan la última cena, dan una
descripción que incluye ya el modo cómo la primitiva Iglesia celebraba la
liturgia eucarística. Subrayan como lo central la bendición del pan: Tomó el pan; pronunció la bendición y la
acción de gracias sobre el cáliz: Pronunció
la acción de gracias (Mt 26,26s; Mc 12, 22; 27; Mc 14, 23). Omiten la cena
ritual judía y dan relieve a los dos momentos de la entrega y comunión del pan
y del vino. Hacen ver así (y Pablo lo afirma con toda claridad en 1 Cor 11,
23-26) que la cena, unida inseparablemente a la cruz del Señor, es una comida
sacrificial, un signo de la nueva alianza de Dios con nosotros y un sacramento
de comunión.
En la
cena del Señor, la antigua celebración de la liberación nacional se convierte
en la conmemoración de la nueva liberación, la comida del cordero se sustituye por
la comida de su propio cuerpo y la bebida de su sangre. Con esto, dejó a su
Iglesia una comida que es acción de gracias y sacrificio al mismo tiempo.
Y todo, a través de
unos actos sencillos: ofrecer un pedazo de paz y una copa de vino, y unas
sencillas palabras: Esto es mi cuerpo...,
esto es mi sangre. Sin embargo, en su misma sencillez, sintetizan mucho más
de lo que un cristiano puede experimentar de una vez: el recuerdo de la
despedida de Jesús, la actualización del sacrificio de su vida, la acción de
gracias por lo que hace por nosotros, la expectación de su reinado, y la
comunión fraterna, fundamento esencial de la
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