P.
Carlos Cardó SJ
La
Santa Trinidad, detalle del fresco de Pierre Mignard (1663-65) en la cúpula de la iglesia de Val-de-Grâce de París, Francia
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí. Y ustedes también dan testimonio, porque están conmigo desde el principio. Les he dicho esto para que no se escandalicen. Serán echados de las sinagogas, más aún, llegará la hora en que los mismos que les den muerte pensarán que tributan culto a Dios. Y los tratarán así porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Les he advertido esto para que cuando llegue esa hora, recuerden que ya lo había dicho.»
Jesús se va y promete el Espíritu. Se le llama “Consolador”, es
decir, el que está con el solo. Y “Defensor” o “Abogado” porque está junto a quien comparece
ante un juicio, para ayudarle en su defensa. En el
Antiguo Testamento, es el Ruah, viento,
fuerza, y designa ante todo fuerza y energía de Dios, que crea, sostiene,
inspira y conduce todo. Es el Espíritu de la verdad que procede de Dios, y que
es Dios, no un concepto, ni una fórmula, sino el ser mismo divino que ha dado
existencia a todo y conduce la historia a su plenitud.
Lo reconocemos en la fuerza interior que infunde dinamismo al
mundo, empuja para que todo crezca y se multiplique la vida, alienta todo el
despliegue histórico hacia la justicia y la unidad. Es el Espíritu que,
respetando nuestra libertad, nos mueve en dirección del amor, y nos hace ser
más nosotros mismos, es decir, imágenes de Dios, hijos o hijas suyos queridos.
Cristo permanece en su Iglesia de manera personal y efectiva por
el Espíritu Santo que envía sobre los que creen en Él. Por eso dice a sus
discípulos antes de partir que no los dejará solos sino que volverá con ellos, y
por el Espíritu establecerá una comunión de amor con Él, con su Padre y con
todos.
Creer en el Espíritu Santo es asumir con responsabilidad la
corriente de la historia hacia la que él sopla y empuja. No ir en esa dirección
o desinteresarse de ella es pecar contra el
Espíritu. Y no creer en el Espíritu es, en definitiva, apagar la
esperanza, lo que nuestra humanidad más
necesita.
Después de prometer su Espíritu y su apoyo constante, Jesús advierte
a los suyos que pasarán por pruebas, incomprensiones y persecuciones, pero no
deben perder la fe: que no se
escandalicen. El primer escándalo lo sufrirán con la crucifixión, pues
verán a su Maestro como un fracasado. Luego vendrán las consecuencias de
seguirlo.
La primera será que los
expulsarán de la sinagoga. Fue la experiencia dolorosa de la primitiva
iglesia; sus miembros, casi todos judíos, serían excomulgados de la casa de
oración, en la que los judíos, desde su vuelta del exilio, se reunían
fraternalmente y afirmaban su identidad de pueblo escogido de Dios. Sufrirán persecuciones
violentas por quienes se atribuyen ellos solos el nombre de judíos. A ellos perteneció
Saulo de Tarso y los fariseos que quisieron dar muerte a los miembros de la
secta de los cristianos, comenzando por Esteban. A ellos se refiere el evangelista San
Juan cuando habla de “los judíos”.
A partir de entonces ha sido ininterrumpida la serie de
hostilidades y persecuciones que ha sufrido el cristianismo y los cristianos
por la razón de estado, por voluntad de los poderosos, por defensa del orden
establecido –casi siempre inicuo– y hasta en nombre de la moral y de Dios: Creerán que honran a Dios.
Pero la historia irá demostrando al mismo tiempo que todo ha sido
por honrar a dioses hechos según los
intereses de los hombres. Asimismo, en la base de todas las violencias
religiosas –que son las más aberrantes– está la pretensión absolutista de
querer imponer una imagen falseada del único Dios. Obran así porque no han conocido, dice San Juan,
al Dios revelado en Jesucristo como Padre de todos, fuente y dador de vida,
amor del que brota todo amor verdadero. La ignorancia del amor de Dios que nos
hace hijos, capaces de vivir como hermanos, causa el mal y la violencia en el
mundo.
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