P. Carlos Cardó SJ
El consolador, óleo sobre lienzo de Carl Heinrich
Bloch (siglo XIX), Museo de Historia Nacional, Castillo de Frederiksborg, Hillerød, Dinamarca
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Jesús dijo a sus discípulos: «Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.»
El domingo pasado veíamos que Jesús es la vid y nosotros los
sarmientos. Una sola vida, una sola planta, una misma savia y unos mismos
frutos. En el mismo clima de intimidad de su última cena, Jesús insiste en el
tema del permanecer: “Como el Padre me ama a mí, así los amo yo a
ustedes. Permanezcan en mi amor”.
Tenemos
aquí lo más medular del evangelio de Juan y de sus cartas: la revelación de Dios
amor (1 Jn 4,8.16). Dios
es amor quiere decir que todo su ser consiste en amarnos; no sabe ni quiere ni
puede hacer otra cosa. Todo tiene
su fundamento en el amor infinito, que es Dios. Y nuestra vida, que Él crea y
conduce amorosamente, es la gloria de Dios, según la inspirada frase de San
Ireneo: «la gloria de Dios es el hombre vivo». O como decía San Clemente de
Alejandría: Dios creó al hombre no porque tuviera necesidad de él, sino para
tener en quien poner sus beneficios.
Creados
por ese amor, elegidos en ese amor (Yo los he elegido - 15,16) y
obedientes a él (Esto es lo que les mando: ámense los unos a los otros - 15,17),
damos fruto abundante y duradero (15,16). Quien orienta así su vida a
impulsos del amor experimenta además la alegría de Jesús: “Les he dicho esto para que participen en mi alegría, y su alegría sea
completa” (v.11).
Nada
puede hacer más feliz que sentirse sostenido por el amor de Dios y
corresponder a Él con el amor de acogida y servicio a los demás. Entonces, la
misma relación con Dios cambia, se vuelve confianza plena. Lo dice Jesús: “Ustedes son mis amigos si hacen lo que les
mando. Ya no los llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su
señor. Los llamaré amigos porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi
Padre” (v.14-15). El discípulo,
convertido en amigo de Jesús, transforma sus relaciones con Dios, con los prójimos
y consigo mismo. “En el amor no hay lugar
para el temor. Al contrario, el amor perfecto destierra el temor, porque el
temor supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección del amor” (1
Jn 4,18).
Pero no nos creemos estas buenas noticias, nos cuesta entender que
Dios nos ame de manera tan incondicional y desinteresada, sin restricción, sin
necesidad. No lo entendemos porque nos dejamos influir por la mentalidad del
interés y conquista, de rivalidad y competencia, que hace nuestras relaciones agresivas,
celosas e interesadas. Por eso, nos cuesta imaginar un amor absolutamente
limpio, generoso y desinteresado. Trasladamos eso a Dios y nuestra actitud con
Él se pervierte: imaginamos a Dios como un patrón exigente, un legislador, un
juez; todo, menos un padre/madre que nos ama con amor incondicional.
Al mismo tiempo –lo sabemos bien–, nuestro interior suele estar
cargado de imágenes y sentimientos de obligación y culpabilidad, de auto-exigencias
e imperativos ciegos que, en vez de orientar nuestra conciencia hacia la
libertad responsable, la vuelven egocéntrica y temerosa. A partir de ahí, proyectamos
lo religioso como el campo del deber, no de la gratuidad del amor, de la ley y
no del Espíritu que hace libres, de la culpa y no del encuentro personal con
Dios que nos ama tal como somos y nos invita a dejarnos transformar por su mismo
amor.
Nuestro discurso religioso se carga de ley, de obligación y de
culpa: Debemos cumplir con Dios,
tenemos la obligación de ir a misa, debemos
guardar los mandamientos. Dios queda
allá, distante, impositivo y exigente; y nosotros aquí, sometidos y
expectantes, esperando el premio o temiendo el castigo. Nos hemos hecho un Dios
a nuestra imagen, ajeno totalmente al Dios de Jesús que es amor, ternura y
misericordia infinita.
Podemos decir, pues, que el progreso en la vida cristiana consiste
en ir aprendiendo a creer en el amor de Dios. Lo dijo Jesús a la Samaritana: “¡Si conocieras el don de Dios…! Dice San
Clemente Romano: “No es posible decir a qué alturas nos puede llevar el amor.
El amor nos une a Dios; el amor «cubre multitud de pecados» (1P 4,8), el amor lo aguanta todo, lo
soporta todo (1Co 13,7).
El amor conduce a la perfección a los elegidos de Dios y, sin él,
no hay nada que agrade a Dios. Por el amor, el Maestro nos atrae hacia Él. Por
su amor a nosotros, Jesucristo nuestro Señor, según la voluntad de Dios, derramó
su sangre por nosotros, ofreció su carne por nuestra carne, entregó su vida por
nuestras vidas” (Primera epístola a los Corintios, 49).
No hay cosa que transforme más la vida de una persona que el
saberse amada de verdad. Si creemos que Dios nos ama con todo su ser, que no
piensa sino en nuestro bien, que es incapaz de castigar, que lo único que quiere
es ayudarnos a realizarnos como personas y ser felices, nuestra vida ciertamente
resultará distinta.
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