P. Carlos Cardó SJ
Detalle de Dios Padre en La Creación de Adán, fresco de Miguel
Ángel (1510), Capilla Sixtina, El Vaticano
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Aquel día no me harán más preguntas. Les aseguro que todo lo que pidan al Padre, él se lo concederá en mi Nombre. Hasta ahora, no han pedido nada en mi Nombre. Pidan y recibirán, y tendrán una alegría que será perfecta. Les he dicho todo esto por medio de parábolas. Llega la hora en que ya no les hablaré por medio de parábolas, sino que les hablaré claramente del Padre. Aquel día ustedes pedirán en mi Nombre; y no será necesario que yo ruegue al Padre por ustedes, ya que él mismo los ama, porque ustedes me aman y han creído que yo vengo de Dios. Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre".
En su despedida, Jesús habla de la
alegría que quiere dar a sus discípulos como fruto de su triunfo en la cruz y
resurrección. Quiere hacerles ver que su fe en Él los hará capaces de vivir en
una alegría constante, que supera la que pueden obtener de sus bienes propios y
de sus éxitos personales, y les hará mantener la esperanza a pesar de las
pruebas y dificultades de la vida.
La alegría no es un componente
secundario o accidental de la vida cristiana, sino un estado continuo en el que
debe vivir el cristiano y no debe perder. Por eso mismo, no se trata de
cualquier alegría. No puede darse sin la libertad propia de las personas, hijos
e hijos de Dios, sin la paz que es fruto de la justicia en las relaciones
humanas en sociedad, sin la fraternidad que expresa el amor mutuo y la igualdad
esencial de todas las personas, y sin la comunión con Dios, cuyo rostro se
busca en la oración cotidiana y su presencia se experimenta por la fe. No es,
por tanto, una alegría barata y fácil.
Los tiempos que vivimos, al igual
que los de Jesús, ponen ante nuestros ojos, y muchas veces nos hacen vivir en
carne propia, mil formas distintas de falta de libertad, paz, fraternidad y
sentido religioso. La alegría de que Jesús habla no puede pasar por encima de
nuestra dolorosa realidad. Tiene que ir por tanto en la línea de lo que Dios
nos comunica para que podamos afirmar nuestra libertad y dignidad de hijos suyos
que ningún abuso ni opresión pueden destruir, que nos capacita para construir la
paz que el Espíritu infunde en nuestros corazones y debemos establecer en el
mundo con la justicia, que nos hace estrechar los vínculos de la fraternidad,
que es la forma más humana de vivir en sociedad y que nos inspira el sentido de
Dios que nos hace trascender las realidades puramente temporales.
Los evangelios no se escribieron
en circunstancias felices. El evangelio de Juan, concretamente, surgió en una
comunidad que había ya experimentado las persecuciones con que se quiso
destruir desde sus inicios la fe cristiana. Jesús mismo habla de la alegría en
su cena de despedida, cuando sabe ya que le espera la cruz.
Tampoco las más bellas páginas de
la Biblia sobre la alegría, la esperanza y la realización del anhelo del hombre
fueron escritas en los tiempos de prosperidad de Israel, sino en tiempos de sus
mayores crisis. Los profetas enseñaron al pueblo a afirmarse en la esperanza
cuando más desesperado estaba en el exilio.
Y siempre, la razón fundamental
por la que se puede conservar la alegría del corazón en cualquier circunstancia
la da San Pablo: Si Dios está con
nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rom 8, 31).
Por consiguiente, no es que el
dolor cause alegría –obviamente eso no se puede decir–, ni que sea bueno soñar
en una existencia sin cruz, sin sufrimientos y penas. La alegría surge cuando,
por la fe, se asume el dolor no como una fatalidad, sino como ocasión para
sentir la presencia solidaria de Jesús, que llena con su amor todo el abatimiento
y consternación que produce.
Las pruebas y sufrimientos
inherentes a la existencia terrena se aprecian así ya no de manera puramente
resignada y pasiva sino como oportunidad para que nazca algo nuevo cargado de
sentido. Es el significado de la imagen de la parturienta que sabe que sus
dolores anteceden a la alegría por el nacimiento del
niño.
Jesús hace ver también que la alegría
verdadera es un don de lo alto. No es alegría completa ni duradera la que se
busca alcanzar a fuerza de ganar más y más dinero ni lograr éxitos según el
mundo. La alegría verdadera es la que proviene de lo que Dios hace en nuestro
favor. Se trata, por tanto, de poner como fundamento de nuestra dicha y
felicidad la fidelidad del amor de Dios, que nos asegura siempre con su
presencia providente a nuestro lado en medio de las vicisitudes de la historia,
el poder de su resurrección sobre la maldad del mundo y aun de nuestros propios
errores y pecado. De todo esto saldremos
triunfantes gracias a aquel que nos amó (Rom 8, 37).
Finalmente, el tiempo que
transcurre entre la partida del Señor y su retorno queda designado por Jesús
como el tiempo de la esperanza que se alimenta con la oración confiada y
eficaz. En ese día, es decir, en el
tiempo de su presencia resucitada, en
el día del Señor en que vivimos, ya no tendrán necesidad de preguntarme
(pedirme) nada. Les aseguro que el Padre les concederá todo.
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