P. Carlos Cardó SJ
Paz, acuarela sobre papel de Manuel Rodríguez Alvarez (2009),
colección privada España.
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Jesús dijo a sus discípulos: «Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman! Me han oído decir: 'Me voy y volveré a ustedes'. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean. Ya no hablaré mucho más con ustedes, porque está por llegar el Príncipe de este mundo: él nada puede hacer contra mí, pero es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y obro como él me ha ordenado.»
Les dejo mi paz, les doy la paz.
Pronunciada por Jesús con toda la resonancia semítica propia del término shalom, la paz que deja a los suyos como
su regalo final no significa únicamente ausencia de conflictos o tranquilidad
del alma, sino que es el don por excelencia, que contiene todos los dones.
La
paz significa el hallazgo de lo que
se busca, el logro de lo que se desea. Es la paz mesiánica que el Señor nos
deja como fruto de su pascua; es plenitud de bendición, fruto del amor. Según
la Biblia, sólo Dios la puede conceder, Jesús la da por ser el Hijo, el príncipe de la paz (Is 9,6), que lleva
a cumplimiento las promesas de su Padre: Entonces
florecerá la justicia y una paz grande hasta que falte la luna (Sal 72, 7).
No como la da el mundo. Para el mundo, la paz es ausencia de guerra, designa el
intervalo –¡muchas veces tan corto!– que se da entre un conflicto y otro, una
guerra y otra. La paz del mundo dura mientras el vencedor sea capaz de seguir
imponiéndose sobre el vencido y éste sea incapaz de rebelarse y vengarse. Por
eso, dice el mundo: “Si quieres paz, prepárate para la guerra”, pero la paz que
así se logra tiene el resultado precario de la mera disuasión y del miedo, o el
sabor amargo de aquello que se consigue con la violencia y la muerte.
Así no es la paz de Cristo. Tampoco es su paz la de quien
endurece sus sentimientos para permanecer impávido frente a las necesidades y sufrimientos
de los que lo rodean, y busca sólo su propia felicidad y no la de los demás. La
paz de Cristo es la paz que nace de un amor más fuerte que la muerte, es la paz
del Crucificado Resucitado, que, ante el dolor de los demás, no se pone a buen
resguardo, y ante la injusticia no teme morir por la justicia.
La partida física de Jesús no nos deja un vacío lleno de
temor y desaliento. No se turbe su
corazón, dice a sus discípulos. Su
vuelta al Padre significa que permanece en nosotros con su amor, por medio del
Espíritu Santo. Va al Padre a prepararnos un lugar junto a Él, y viene a
nosotros de un modo nuevo. Por eso nos dice: que se alegre su corazón.
Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre
porque el Padre es más que yo. Se alegrarán por
los bienes que su pascua les va a aportar, en especial por la salvación plena
que les ha obtenido con su cruz. Juan Bautista se había alegrado al oír la voz de
Jesús (3, 29) y Abrahán saltó de gozo
al intuir el día del Mesías (8, 56).
El gozo de los
discípulos debe ser mayor porque verán que Jesús ha cumplido su misión, ha sido
glorificado y ha vuelto al Padre, alcanzando la meta que todo creyente aspira
alcanzar, la de estar definitivamente con Dios, el dios de mi alegría (Sal 43, 4). A Él llega Jesús, atraído y
conducido, como hace un padre con su hijo querido, y éste se alegra de estar
con aquel de quien procede porque sabe que es donde mejor puede estar.
Jesús lo reconoce
así y no duda en afirmar: porque el Padre
es más que yo. El Padre es el enviante, Jesús es el enviado que tiene en Él
su origen y de Él procede. Engendrado, no creado y de la misma naturaleza que
el Padre, como afirma el credo, Jesús es el consagrado, que Dios envió al mundo
(10,36), y por eso cuando habla es Dios
mismo quien habla porque Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu… y le ha
confiado todo (3,34-35; 17,7), principalmente el poder de dar vida (5,26).
A Él vuelve Jesús
para ser glorificado con la gloria que compartía con Él antes de que el mundo
existiera (17,5), y en ese lugar de la gloria quiere que estén los que han
creído en Él. Es lo que pedirá como su deseo último: Padre, yo deseo que todos estos que tú me has dado puedan estar conmigo
donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque me amaste
antes de la creación del mundo (17, 24). En esto radica el motivo de la
alegría del creyente: en Jesús se le ha abierto definitivamente el camino hacia
Dios, meta de su caminar en este mundo.
Excelente comentario!
ResponderBorrarMuchas gracias.
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