P. Carlos Cardó SJ
Oración de la comida, óleo sobre
lienzo de Fritz von Uhde (1885), Antigua Galería Nacional de Berlín, Alemania
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Jesús dijo a la gente: "Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: Todos serán instruidos por Dios. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo".
Los
judíos rechazan las palabras de Jesús: Yo
soy el pan que ha bajado del cielo, porque para ellos el pan del cielo (pan
de Dios) es la Ley que Dios les dio por medio de Moisés, con la cual expresan
su pertenencia al pueblo escogido y se sienten seguros de la salvación. Entienden
que Jesús pretende estar por encima de la Ley y de Moisés.
Y,
efecto, como nuevo Moisés, Jesús Mesías viene a fundar un nuevo pueblo
escogido. A este nuevo Israel le ofrece otro alimento superior al maná que
comieron sus antepasados en el desierto, y que consiste en acogerle a Él, tener
fe en Él. De este modo, Jesús hace ver que lleva a pleno cumplimiento el
antiguo éxodo y la alianza que Dios hizo con su pueblo.
Por
consiguiente, los acontecimientos de la historia de Israel quedan reducidos a
simples imágenes o anticipos de lo que Dios iba a hacer por medio de Él:
comunicar la vida verdadera. Pero hay algo mucho más sorprendente aún: al
afirmar Jesús que Él es el pan de Dios, da a entender que Dios habla en Él, que
éÉ es la Palabra de Dios vivo.
Todas
estas afirmaciones resultan insoportables a sus oyentes, pero Jesús no se echa
atrás e insiste: Nadie pude venir a mí si
el Padre que me envió no se lo concede… Con esto quiere decir que el
encuentro con Él es una gracia que Dios da, y que por medio de ella se alcanza
la verdadera vida. Yo lo resucitaré en el
último día.
Llegar
a tener acceso a Dios como el bien absoluto, meta de todo anhelo profundo,
obtener una vida que perdura es, en cierto modo, una tendencia o aspiración inherente
al ser humano, lo afirme o no explícitamente. Tal atracción, de hecho, puede
intuirse en toda búsqueda humana de sentido y en toda realización o esfuerzo
mediante el cual la persona se trasciende a sí misma.
Pero
esta atracción fundamental del hombre no significa que éste pueda “ver” a Dios,
es decir, tener acceso directo al misterio del ser divino como horizonte de sus
búsquedas, simplemente porque aspira a ello. En el evangelio de San Juan, Jesús
no duda en manifestar la conciencia que tiene de sí mismo como mediador entre
los hombres y Dios porque ha venido de él: No
que alguien haya visto a Dios. Sólo el que ha venido de Dios ha visto al Padre.
En
Jesús, hombre como los demás, se realiza la revelación definitiva y la máxima
cercanía de Dios. Y por eso, quien cree en Él y lo acepta como el camino a la
realización plena de sí mismo, se encuentra con Dios y alcanza en Él el logro
pleno de su existencia, que llamamos vida eterna.
Naturalmente,
al no reconocer su origen divino y verlo como un simple hombre, los judíos no pueden
aceptarlo como el pan del cielo que da vida eterna. Pero Jesús reitera que ésta
se ofrece justamente en su humanidad, designada como carne entregada para la vida del mundo. El que come de este pan (quien asimila mi vida, mi modo de ser
hombre), vivirá para siempre. Y el pan
que yo daré es mi carne (mi persona, la totalidad de lo que yo soy). Y yo la doy para la vida del mundo.
Carne y sangre, para los hebreos, significaban
la persona real y concreta. La carne
no era solamente el soporte material de la existencia, así como la sangre tampoco era simplemente un
elemento orgánico de la persona. Carne
es toda la persona, y sangre es
sinónimo de la vida que Dios da y que a Dios pertenece. Así, pues, comer su carne y beber su sangre
significaban entrar en comunión con Él, asimilar su modo de ser.
Eso
es lo que da al hombre la vida que perdura, porque es participación de la
vida-amor de Dios, que es más fuerte que la muerte. Por eso, aunque a los
judíos les resultó un lenguaje duro y crudo, Jesús no dudó en emplear el verbo comer, porque comer significa asumir, digerir, asimilar. 10 veces se emplea el
verbo comer, en el sentido de masticar, 6 veces se menciona la carne y 4 veces beber su sangre.
El
comer humano es más que una función vital de conservación; es un acto de
comunión entre quien da la vida y quien come. El comer es comunicación. Comer
el cuerpo de Jesús, pan nuestro, es convertirnos en Él. Amándolo y comiendo su
carne nos hacemos hijos de Dios, entramos en comunión con el Padre y con
nuestros semejantes.
Podríamos decir que las dos afirmaciones más
importantes del texto son éstas: El que
cree tiene vida eterna, y El
que come de este pan vivirá para siempre. Creer
en Jesús, asumir como propio lo que Él; comer su cuerpo es asimilar su ser; en
esto consiste la «vida eterna» que se concede vivir ya desde ahora.
Por
vida eterna entendemos no solamente una vida que trasciende la duración del
tiempo y sobrepasa los límites de la muerte, sino tener la vida definitiva, la que todo ser humano anhela. Una vida así
sólo es posible si entramos a participar en la vida misma de Dios. Y eso es
justamente lo que Jesús nos ofrece y promete.
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