P. Carlos Cardó SJ
Noli me
tangere
(¡No me toques!), óleo sobre lienzo de Alexander Andrejewitsch Iwanow (1835),
Museo Estatal Ruso, San Petersburgo, Rusia
|
María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?".
María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto". Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?".
Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo". Jesús le dijo: "¡María!".
Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!". Jesús le dijo: "No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'". María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.
María Magdalena busca afanosamente
al Señor. Y es la primera a la que Él busca. Muchos la ven como figura de la esposa
que busca al Esposo, es decir, la comunidad eclesial que busca a su Señor entre
los signos. También puede verse un paralelismo entre el discípulo amado y
Magdalena: el discípulo vio y creyó. Vio signos, no al Señor. Representa la fe
que responde a la cuestión de la tumba vacía.
María en cambio escucha al Señor
pronunciar su nombre, y su fe, unida al amor, le hace posible ver al Señor. Por
el amor la fe se convierte en experiencia personal del Resucitado. A quien me ama el Padre le amará y yo
también le amaré y me manifestaré a él (14, 21).
El domingo de madrugada María Magdalena
había ido al sepulcro y había visto que la piedra que lo cubría había sido
removida. Volvió donde estaban los discípulos y refirió el hecho. Pedro y el
discípulo al que Jesús quería salieron corriendo. María fue tras ellos. Ellos
entraron al sepulcro, ella se quedó fuera,
no tuvo valor. Paralizada por la fuerte tensión que sentía, se quedó llorando.
Cuando se fueron los discípulos,
María Magdalena se agachó para mirar
en el sepulcro. Cobra valor para mirar en la profundidad del vacío que le ha
dejado la partida del Señor. No la acepta, busca ansiosamente algo que
clarifique lo que ha sucedido. Y el misterio comienza a iluminar su vida.
Dos ángeles, mensajeros de Dios,
testigos de lo ocurrido, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo del
Señor, uno en la cabecera y otro a los pies, le preguntan: Mujer, ¿por qué lloras? La respuesta de Magdalena: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo
han puesto, expresa un hondo sentido de pertenencia: mi Señor.
Cuando se está vinculado tan profundamente
a alguien que de pronto desaparece, ya no se sabe cómo vivir sin él. Sólo el
encuentro le hará pasar del luto a la alegría. Y es lo que los mensajeros le
insinúan a Magdalena con su pregunta: Por
qué. Tal vez la interpretación negativa del sufrimiento esté errada; puede
haber otra explicación, una apertura positiva, un rayo de luz.
Y la luz vino. Se volvió y vio a Jesús que estaba allí,
pero no lo reconoció. No puede entender todavía. El reconocimiento es
gradual. Tiene que calmarse y reconocer que los caminos del Señor pueden ser
otros. Entonces recordará quizá lo que Él ya les había dicho: No los dejaré huérfanos; volveré con
ustedes. El mundo ya no me verá; ustedes en cambio sí me verán (Jn 14, 19).
Entonces
Jesús le dijo: ¡María! Pronunció su nombre, con su voz familiar
inconfundible, con el afecto de siempre. Todo
lo que Jesús ha sido para ella se concentra en esa sola palabra, su nombre.
El Señor pronuncia nuestro nombre
en lo más íntimo de nosotros y lo pronuncia con amor. Llama a cada uno por su
nombre y eso les hace saber lo que son para Él, lo que cuentan para Él: Te he llamado por tu nombre y tú me
perteneces (Is 43,1). Porque tú
cuentas mucho para mí, eres valioso y yo te amo (Is 43,4).
Por lo demás, Jesús resucitado
mantiene el mismo comportamiento de amistad y cercanía que ha tenido en todos
sus encuentros (con Nicodemo, con la Samaritana, con los enfermos, con los
pobres). Interesado por lo que vive cada uno, pregunta: ¿Qué buscan?, ¿Por qué lloras? Toca el corazón y se reanima la fe que
hace posible reconocer su presencia.
¡Rabbubí!,
responde María Magdalena en arameo. Con mucho afecto lo designa
a Él como su maestro y a ella como su discípula. Ha realizado el camino del
discipulado, ha pasado de la desconfianza a la confianza, de la incredulidad a
la fe, de la tristeza al gozo. Como Marta de Betania ella también reconoce en
Jesús a la resurrección y la vida y sabe que creer en Él es tener vida eterna (Jn 11,25).
El encuentro con Él por la fe
lleva ya el germen de nuestra feliz resurrección. Ésta se actualiza en toda situación
difícil y oscura que puede parecer sin remedio, pero que vista a la luz de la
fe puede revelar en sí misma la presencia del Señor resucitado, vencedor de la
muerte.
No
me retengas, continua Jesús... ve y di
a mis hermanos que voy a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de
ustedes. Cumple la promesa de ir a prepararnos
un lugar. Invita a pensar en lo que nos aguarda. Esta espera traza la
perspectiva fundamental de nuestra orientación en la vida, su sentido y su meta.
María
Magdalena fue corriendo donde estaban los discípulos y les anunció.
Se torna anunciadora, pregonera de la resurrección, apóstol, figura y modelo de
discípulo de Jesucristo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.