P.
Carlos Cardó SJ
Yo
soy la vid, ícono ortodoxo del siglo XVI de autor anónimo, Museo Bizantino de
Atenas, Grecia
|
Jesús dijo a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.»
La
alegoría de la vid estaba ya en algunos textos proféticos del Antiguo Testamento, concretamente en la canción de la viña de
Is 5,1-7 y en la parábola de la vid de Ez 15,1-8, pero en ellos la vid
aludía al pueblo de Israel. Aquí, en cambio, Jesús se aplica el símbolo de la
vid para hacer referencia al misterio de su persona y a la relación que ha de
tener con Él quien lo sigue como discípulo suyo.
Yo
soy la vid, ustedes los sarmientos. Una sola
vida, una sola planta, con una misma savia y unos mismos frutos. Así piensa
Jesús la unión profunda que ha de haber entre Él y aquellos que lo aman y
cumplen sus enseñanzas.
Esta unión entre Jesús y nosotros se refuerza con la palabra clave
de todo este discurso que es “permanecer en” (siete veces aparece). Equivale a habitar y designa
relaciones de afecto entre Cristo y nosotros. El verbo permanecer es muy sugerente: la
persona permanece y habita allí donde está su corazón. Donde ama y es amado uno
se siente en casa.
En el discurso de Jesús, el amor que el Padre tiene a su Hijo y a
cada uno de nosotros es nuestra casa,
el espacio donde podemos vivir y encontrar nuestra auténtica identidad de
hijos. Es lo que más desea Jesús: hacernos vivir una relación personal,
firme, íntima y estable de él con cada uno de nosotros y de nosotros con el
Padre y con nuestros hermanos. Pero
el permanecer es también mantenerse.
El seguimiento
de Jesús, no puede ser un deseo pasajero que brota en un momento de fervor y
después, por las vicisitudes de la vida, se va dejando enfriar hasta que se
pierde. Seguir a Jesús es una resolución de
por vida, que se ha de vivir y hacer revivir día a día. El verdadero amor
perdura. Así nos ama Dios, sin vuelta atrás.
Otra
idea reiterada en este pasaje es la de producir
mucho fruto. La unión del sarmiento con la vid es la condición de la
fecundidad. Nuestra unión con Cristo garantiza la fecundidad de nuestra vida. Lo
que logramos en la vida brota de lo que somos: sarmientos unidos a la planta
que es Cristo. Y la prueba de la calidad de la fe con que nos unimos a Cristo es el “dar fruto”.
Por
tanto, la vida entera del
cristiano ha de demostrar que está identificado con el Señor, con sus valores, sus
opciones, su comportamiento. La vida del discípulo ha de reflejar la de su
maestro. Y esto supone un trabajo, una lucha constante por vivir conforme a sus
enseñanzas. Contamos para ello con el apoyo decidido de Jesús y de nuestro
Padre. Pero hay podas que deben hacerse.
Es
dolorosa la poda: cortar, enderezar, corregir... Pero es necesaria. ¿Quién puede
decir que ya ha suprimido lo que debe suprimir y no tiene ya nada más que
cortar? Y lo que se corta, ¿no vuelve a crecer? Hemos de reconocer que siempre
podemos ser un poco más auténticos. Lo contrario es quedar condenados a la
esterilidad del sarmiento que se echa a perder.
No
creamos, sin embargo, que esta labor ensombrece nuestra vida. Todo lo
contrario, pero a condición de que se haga por motivaciones profundas y
positivas. La parábola hace ver que el fruto
de la vid es el vino que alegra el corazón y es símbolo de alegría y amistad, es
decir, de aquello que es imprescindible para que la vida sea verdaderamente
humana y feliz. Por eso, la alegría será siempre la motivación más certera,
como aparece en aquella otra parábola de Jesús sobre el labrador que encontró
un tesoro y, por la alegría que le dio, empeñó todo lo que tenía para adquirir
ese campo.
Quien
vive de esta alegría, vive también la urgencia de compartir con otros sus
convicciones y la honda satisfacción que le producen. El discípulo busca, pues,
ganar otros discípulos para Cristo, y esa “ganancia”, que se obtiene sobre todo
por medio del testimonio que da
con la propia vida, constituye también el gran fruto, del que habla la
parábola de la vid.
“Por
sus frutos los conoceréis”. Hay cristianos y comunidades que transmiten
eficazmente fe y esperanza. Hay también quienes nada comunican o incluso
contradicen con su mal ejemplo la fe que profesan. El riesgo de la fe será siempre
el funcionar por inercia, sin frutos, sin resultados reales en la
transformación de la propia persona y de la sociedad. Y no bastan los frutos
privados que no van acompañados de los comunitarios y sociales. Se puede vivir
la fe como algo íntimo y privado, con frutos piadosos, pero que no manifiestan
fraternidad y justicia, piedra de toque del verdadero amor a Cristo.
No cabe el desánimo. Contamos con la gracia del Señor que ayuda a
nuestra debilidad. Se nos da como alimento que capacita y fortalece en la
eucaristía. En ella se cumple la parábola de la vid, porque el mismo Señor nos une
a Él y a los hermanos: quien come su carne y bebe su
sangre tiene vida eterna, el Señor habita en él y él en el Señor.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.