P.
Carlos Cardo SJ
Dios
Padre invita a Cristo a sentarse a su diestra, óleo sobre lienzo de Pieter de
Grebber (1645), Museo del Convento de Santa Catalina, Utrecht, Países Bajos
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El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra. El que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en sus manos. El que cree en el Hijo tiene vida eterna. El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.
El texto empalma con el diálogo de Jesús con Nicodemo. Jesús habla
de sí mismo como venido del cielo, como el enviado definitivo y
plenipotenciario de Dios que lleva a culminación su revelación y realiza su
obra salvadora en favor de los que acogen su palabra y adoptan su estilo de
vida.
Comienza diciendo que él
viene de lo alto, es decir, que viene
de Dios. En ese sentido, no duda en presentarse como superior a Moisés y a los
profetas. Moisés formó un pueblo a partir de un conjunto inconexo de tribus
esclavas y las condujo hacia la libertad. Jesús, verdadero Moisés, congrega al
verdadero Israel y trae la liberación plena para toda la humanidad.
Los profetas anunciaron, Jesús realiza el anuncio, más aún, es el que
ellos anunciaron. Jesús es la luz, es la vida eterna. Es el portador del
espíritu divino y el que nos lo da, haciéndonos por medio de Él hijos e hijas de
Dios. Lo que es de la tierra no puede alcanzar el cielo por sí solo; tiene que
esperarlo y acogerlo. Sólo Dios nos da lo que es del cielo, y nos lo da en su
Hijo Jesús.
Jesús dice también que Él
ha visto y ha oído. Porque es el Hijo
y palabra del Padre, mantiene comunicación íntima con Él; de Él recibe todo lo
que tiene que decir y hacer, por eso habla de lo que sabe y de lo que es.
Quien
acoge su testimonio, reconoce que Dios dice la verdad, porque cuando habla
aquel a quien Dios envió, es Dios mismo quien habla, ya que Dios le ha
comunicado plenamente su Espíritu. Todo el evangelio
de Juan gira en torno a esta afirmación cristológica fundamental: que Dios se
nos ha comunicado encarnándose en el hombre Jesús; en Él se nos ha dicho Dios
plenamente, oírlo es oír a Dios.
Dice Jesús que hay que acoger su testimonio. ¿En qué consiste acoger o aceptar su testimonio? En
reconocerlo como la verdad y mantenerse fiel a Él; es sellar con Él una alianza.
Reconocer y acoger su palabra es verlo como el enviado definitivo de Dios, Hijo
unigénito, palabra con la que Dios mismo se nos dice. Es también reconocer en Él
a Dios que se une a su pueblo y a cada uno. Más aún, se trata no sólo de verlo como
un mediador de la alianza con Dios sino como la alianza misma, de modo que
unirse a Él es unirse a Dios. Es confesarlo como el Emmanuel, Dios con
nosotros.
Esta fe de reconocimiento y acogida de Jesucristo hace vivir la
vida definitiva antes y después de la muerte: Quien cree en el Hijo tiene la vida eterna. La afirmación de Jesús
está en presente: quien cree en Él tiene ya
ahora la vida eterna. En el evangelio de Juan, la escatología (lo que será
en el final de los tiempos) ocurre ya ahora. La fe, entendida como adhesión a
Jesús, como permanecer en Él, equivale a la vida que perdura eternamente, y que
consiste en la participación de la vida del mismo Dios. Es ser de Cristo, dice
San Pablo (1 Cor 4,6; 12, 27; Gal 3,29;
Rom 14, 7-12; Cf. 1 Jn 4, 6). Es vivir en su amor.
El texto termina con una advertencia grave, severa: Quien no lo acepta, no tendrá esa vida, sino
que la reprobación de Dios queda con él. Aceptar a Jesús y el amor salvador
que Él ofrece es entrar en el ámbito de la vida que perdura, vida eterna en la
que reina el amor de Dios. Esta es una posibilidad que se ofrece a todos, sin
excepción, y que se hace realidad por medio de la opción personal en favor de
la luz. No dar este paso, quedarse en el ámbito de una vida que no manifiesta
el amor de Dios, es quedarse bajo el influjo del mal que opera en el mundo, enemigo
de Dios y contrario al amor. A ese ámbito, que echa a perder la vida verdadera de sus hijos e hijas, Dios lo reprueba.
La reprobación, experiencia de quien se siente privado de la vida.
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