P.
Carlos Cardó SJ
La
cena de Emaús, óleo sobre lienzo de Diego Velásquez (1620), Museo Metropolitano
de Arte, Nueva York
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Jesús, que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios. Ella fue a contarlo a los que siempre lo habían acompañado, que estaban afligidos y lloraban. Cuando la oyeron decir que Jesús estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron. Después, se mostró con otro aspecto a dos de ellos, que iban caminando hacia un poblado. Y ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco les creyeron. En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado. Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación."
Este epílogo del evangelio de
Marcos fue añadido hacia la mitad del siglo II. La razón que dan los exegetas
es que a las primeras comunidades cristianas les causaba desazón el final tan
abrupto de Marcos, que cierra su evangelio con el miedo y la huida de las
mujeres del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8).
Se buscó por eso una prolongación de los relatos que condujeran a
un final más adecuado, armonizando con la temática general del evangelio. Sin
embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto inspirado y
canónico, es decir, incluido en el elenco oficial de los libros de la Biblia.
Se pueden percibir en el relato las inquietudes y preocupaciones
de los primeros cristianos de Roma, en donde fue escrito este evangelio. Ellos
no habían visto al Señor, pero basaban su fe en el testimonio que les
transmitieron los primeros testigos, los apóstoles y discípulos del Señor.
Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios aportados a la
comunidad. En primer lugar el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante
realizada por Jesús en favor de ella, liberándola de siete “demonios”, es
decir, de siete males, siete enfermedades. Luego se subraya el estado de
tristeza y llanto en que estaban los discípulos, que no creyeron en un primer
momento en el anuncio de Magdalena: al oír
que estaba vivo y que ella lo había visto, no le creyeron.
Viene después
la alusión a la experiencia de los discípulos de Emaús y al testimonio que
dieron a los demás, y que tampoco fue aceptado. Por último, se menciona la
aparición del Resucitado a los Once reunidos en torno a la mesa. Y pone aquí el
redactor el envío en misión para anunciar
la buena noticia a toda criatura.
Se resalta el valor que tiene la comunidad en la experiencia
cristiana, por ser el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo
permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador
se prolonga en ella. Y ella vive de su memoria, que actualiza en la celebración
de la fracción del pan.
Los primeros cristianos vivían amenazados, obligados a la
clandestinidad. Una gran preocupación debió ser para ellos cómo conjugar la victoria
de Cristo Resucitado con la persistencia y actuación del misterio del mal en el
mundo. Tenían que abrirse a la fe/confianza en el Señor que, no obstante, sigue
actuando también por medio de los creyentes.
A través de ellos Jesucristo Resucitado continúa anunciando y
manifestando el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice. Nuestra
fe en Él da a nuestra vida una orientación bien definida: nos hace anunciadores
del Evangelio que hemos recibido para que otros crean también en el triunfo del
amor de Dios en sus vidas, por Jesucristo su Hijo.
En esto consiste el Evangelio: en que Dios envió a su Hijo para que
todos tengan vida plena. Pero así como la salvación que Dios ofrece no obrará
en contra de nuestra voluntad, el Evangelio no se impone a la fuerza; la tarea
evangelizadora, nuestra y de la Iglesia, respeta la libertad de las personas.
Las acciones prodigiosas que Jesús promete a los que crean en Él
son representaciones simbólicas de la salvación y tienen que ver con la
superación de todo lo que oprime a los seres humanos, de todo lo que
obstaculiza la comunicación y la unión entre ellos, y de toda amenaza de la
vida. Tales acciones son signos de la presencia del Reino en nuestra historia,
semejantes a los que Jesús realizaba. La Iglesia, y nosotros en ella, debemos
manifestarlos.
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