P.
Carlos Cardó SJ
Cena
en Emaús, óleo sobre lienzo de Michelangelo di Caravaggio (1596-1602), Galería
Nacional de Londres, Reino Unido
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Los discípulos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes". Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: "¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo". Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: "¿Tienen aquí algo para comer?". Ellos le presentaron un trozo de pescado asado;él lo tomó y lo comió delante de todos. Después les dijo: "Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos". Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto."
Los discípulos no se inventaron la fe
en la resurrección, no se les ocurrió que la vida del Señor no había acabado en
el sepulcro, ni fueron víctimas de una ilusión. Lo que los evangelios nos demuestran
es que, a consecuencia de la muerte de Jesús, los discípulos quedaron
profundamente abatidos, con sus esperanzas por los suelos, sin nada que hacer
ya, sino disolverse como grupo.
Poco después, sin embargo, movidos por el
testimonio dado por unas mujeres, fueron al sepulcro y comprobaron
que estaba vacío; pero aquello se prestaba a diversas interpretaciones y, por
sí solo, no era un hecho contundente que los moviera a aceptar la resurrección.
Ellos la captan y comprenden, no a
partir de sus propias razonamientos y deducciones, sino como una experiencia
que les viene otorgada, como un don, cuya iniciativa la toma el mismo Señor, que
es quien los hace reconocer su presencia en medio de sus búsquedas –como los
que iban a Emaús– o en la comunidad reunida en Jerusalén. Pero les costó
reconocerlo: el miedo, las dudas, la tristeza se lo impedían. Unos quedaron
atónitos sin poder reconocerlo, otros aturdidos en sus dudas y otros creyeron
ver un fantasma.
En el texto de hoy, Lucas relata con realismo la experiencia del
Resucitado que tienen los discípulos e insiste, más que los otros evangelistas,
en la corporalidad del Resucitado. La
razón de esto es que los miembros de la comunidad a los que destinaba su
escrito eran cristianos procedentes de un medio cultural helenista, en el que
muchos creían en la inmortalidad del alma, pero no en la resurrección de los
cuerpos (Hech 17,18.32; 26.8.24),
aunque creían fácilmente en fantasmas.
Para evitar equívocos y disipar dudas, Jesús no sólo les demuestra
su identidad, mostrándoles sus manos y sus pies, sino que se sienta a comer con
ellos. Con este gesto se quiere indicar que Él no es un fantasma, sino que está
ante ellos de manera real y concreta. Los discípulos no han tenido una ilusión
ni han visto un espíritu.
Pero la resurrección no significa que Él ha vuelto a la vida
terrena que antes tenía, destinada de nuevo a morir, sino todo lo contrario:
Dios lo ha hecho pasar a una vida nueva, definitiva, que supera la muerte
porque es una vida que se sitúa en el mismo plano de existencia que la de Dios.
No sólo su espíritu ha vencido a la muerte; toda la persona de Jesús es la que ha
sido salvada de la muerte y subsiste para siempre en su nueva y definitiva
forma de existir en Dios.
Asimismo, Lucas pretende señalar la relación que existe entre la
experiencia que tuvieron los primeros testigos y la que podemos tener hoy:
ellos, a pesar de haber visto y tocado al Resucitado, tienen –al igual que
nosotros– que reconocerlo y creer por la Palabra y el banquete.
El relato nos invita, pues, a sentir presente al Señor escuchando su
Palabra, contenida en la Escritura. Ella nos hace ver que Dios ha demostrado todo el poder de su amor salvador en Jesús resucitándolo
de la muerte. Ella nos enseña también a confiar en el Señor, seguros de que si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con
él” (2 Tim 2,11s). Porque si Cristo resucitó, también resucitaremos (cf. 1 Cor 15).
Al
mismo tiempo, el relato enseña a descubrir la presencia del Señor en la comunidad, sobre todo cuando se congrega para la eucaristía. Allí, en la
mesa fraterna, en el banquete del pan único y compartido, que celebramos en
memoria suya, se nos hace presente el Señor, y se realiza la fraternidad por la
acción de su Espíritu.
Finalmente el Señor quiere que sus discípulos se conviertan en
“testigos” de su triunfo sobre el pecado y la muerte. Llevarán este anuncio a
todas las naciones, fortalecidos por la fuerza que les viene del Espíritu
Santo.
Los discípulos “vieron”
y “tocaron”, pero tuvieron que reconocer
y creer. También nosotros tenemos que reconocer y creer. La Palabra nos abre el
entendimiento para comprender lo que hizo por nosotros. El Pan que partimos nos hace comulgar en su Cuerpo y forja nuestra
unidad. Comprobamos lo que nos transmitieron aquellos primeros testigos y nos
animamos a llevar al mundo el mensaje de que la esperanza del ser humano está garantizada.
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