P. Carlos Cardó SJ
El pan de vida, acrílico sobre
tela de Hermel Alejandre (2015), Facultad de Ciencias Aplicadas y Tecnología de
Bicol, Naga City, Filipinas
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Jesús dijo a la gente: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed. Pero ya les he dicho: ustedes me han visto y sin embargo no creen. Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió. La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día".
Continúa
el discurso de Jesús sobre el pan de vida. De todos los símbolos con que ha
querido identificar lo que es y la obra que realiza (la vid, la luz, el camino,
la puerta, el pastor…), el pan es el que mejor lo designa como fuerza de vida
inagotable, Dios que se entrega y se une íntimamente con quien lo acoge. El pan
es símbolo de la vida; así como la falta de pan, el hambre, significa muerte.
Jesús
es el pan que el Padre da para que, quien lo coma, tenga su vida y esté unido a
Él para siempre. Esta misión de ser pan que se entrega, Jesús la acepta y la vive
hasta el extremo de dar su propia vida en sacrificio para vencer la muerte con
su resurrección.
Todas las características del pan se realizan en Él: es don del
cielo y fruto de la tierra, humilde y disponible a la vez que, sabroso y
necesario, da fuerza a quien lo asimila y crea unión entre quienes lo
comparten. Pan que ha bajado del cielo,
Jesús es Dios que desciende para dar su vida a sus hijos. Por eso, quien se
adhiere a Él y hace suyo su modo de ser por medio de la fe, vive ya la vida que
durará para siempre.
Los judíos se niegan a aceptar su mensaje porque no comprenden
cómo puede un hombre dar a comer su carne. Interpretan mal –quizá
maliciosamente– las expresiones de Jesús: comer carne, beber sangre, y
reaccionan escandalizados. Con su ejemplo de vida, Él mismo nos demuestra que
nunca somos más nosotros mismos, que cuando nos hacemos disponibles para el
servicio de nuestros prójimos; entonces nos volvemos como Él, pan para la vida
del mundo.
La acogida de Jesús por medio de la fe se asemeja a un ir a Él,
dejar la ubicación en que uno se encuentra para trasladarse a donde Él está. Más
adelante, en el mismo evangelio de Juan, Jesús hablará de esto como permanecer y habitar en Él y Él en
nosotros. La fe genera un movimiento de salida que lleva a situarse en otro
nivel de existencia, el nivel propio del Hijo.
En ese nuevo ámbito de la
existencia ya no se necesita buscar otros panes para vivir, otro alimento para
lograr y sostener una vida plena, realizada y feliz. No tendrá más hambre… no tendrá más sed. Con su contenido
simbólico, los términos “hambre” y “sed” son de una fuerza sugestiva
verdaderamente inagotable.
El “hambre” designa toda necesidad
vital, todo cuanto la persona humana aspira poder realizar para vivir una vida plena
y feliz. Eso sólo lo puede dar Dios que, con su sabiduría, infunde incluso el
conocimiento inagotable de la verdad: Los
que me comen tendrán más hambre, los que me beben tendrán más sed (Eclo
24,21).
La “sed”, por su parte, designa en
la Biblia el anhelo de Dios. La sed de los animales que buscan agua se hace
imagen del anhelo del orante, que tiene sed de Dios: Como suspira la cierva por corrientes de agua, así mi alma suspira por
ti, Dios mío (Sal 42, 2s).
La determinación de Jesús de dar su vida a todo aquel que lo acoja
y no dejar a nadie fuera, corresponde a la voluntad salvadora del Padre, que no
quiere que ninguno de sus hijos se pierda. Todos
los que el Padre me dio vendrán a mí. Y yo no rechazaré nunca al que venga a mí.
No dejará que se pierda ninguno de sus hermanos que creen a Él, porque el Padre
se los ha dado.
Es la base de nuestra más honda confianza: pertenecemos a Cristo,
el Padre nos lo ha dado a Él y Él da su vida por nosotros. Hemos sido, pues, destinados
al Hijo, predestinados, y este es el sentido y dirección de nuestra vida: ir al
Hijo, identificarnos con Él, hasta que Él se reproduzca en nosotros.
San Pablo dirá: Nos predestinó
por decisión gratuita de su voluntad, a ser sus hijos de adopción por medio de
Jesucristo (Ef 1,5)... a reproducir
la imagen de su Hijo para que también fuera él el primogénito entre muchos
hermanos (Rom 8,29s).
Cristo, Hijo de Dios, restituye en el hombre la imagen de Dios
perdida por la culpa y lo hace imprimiéndole la imagen perfecta de hijo de
Dios, con derecho a la gloria. Esta gloria, que en Juan es la propia del Hijo unigénito
del Padre lleno de gracia y de verdad
(In 1, 14), reviste cada vez más al cristiano, hasta el día en que todo Él, espíritu
y cuerpo, resplandezca con la imagen del hombre celeste (1Cor 15, 49). Es lo que obtendrá Cristo para
cada uno de nosotros: Lo resucitaré.
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