P. Carlos Cardó SJ
Cristo caminando sobre las aguas,
óleo sobre lienzo de Julius Sergius Von Klever (1880 aprox.), Galería Koller,
Zurich, Suiza
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Al atardecer, sus discípulos bajaron a la orilla del mar y se embarcaron, para dirigirse a Cafarnaún, que está en la otra orilla. Ya era de noche y Jesús aún no se había reunido con ellos. El mar estaba agitado, porque soplaba un fuerte viento. Cuando habían remado unos cinco kilómetros, vieron a Jesús acercarse a la barca caminando sobre el agua, y tuvieron miedo. El les dijo: "Soy yo, no teman". Ellos quisieron subirlo a la barca, pero esta tocó tierra en seguida en el lugar adonde iban.
Movidos por el entusiasmo equívoco
de la gente tras la multiplicación de los panes, los discípulos no fueron
capaces de entender su significado, vieron solo un poder que podían aprovechar
para sus intereses, y pretendieron ellos también proclamarlo rey. Pero Jesús no
es eso, ni puede aceptar ser un mesías así, en contradicción con su verdadera
misión de servidor humilde que da su vida por la libertad y vida verdadera de
su pueblo. Por eso Jesús se aparta, “huye” como quien rechaza la tentación del
maligno que le ofrece la gloria y el poder de este mundo.
Los discípulos quedan desconcertados,
les decepciona que su Maestro no aproveche la oportunidad que la multitud le
brinda. El mesías que esperaban no concuerda con lo que Jesús pretende y puede
ofrecerles. Ya no les interesa. Se montan en una barca, la primera que
encuentran en la orilla –ni siquiera se dice que sea la de Pedro– y se van,
solos, sin Jesús, al mar, a lo de antes, sin pensar en lo que puede pasarles en
su amargada soledad. Así se alejan los desertores para caer en la noche y los
peligros.
Pero Jesús no los deja. Buen pastor,
no puede dejar de salir en su busca para rehacer el rebaño y traerlos al
conocimiento verdadero del amor que salva y a la confianza de la fe que hace
actuar al poder de Dios, el único capaz de resolver el problema de la vida y
saciar toda hambre y toda sed. Eso es lo que el episodio de su caminar sobre el
mar les va demostrar.
Repuesta de sus miedos y
decepciones gracias a la luz de la resurrección del Señor, la comunidad primera,
que hizo los evangelios, observará que, en efecto, Jesús de Nazaret, a quien
quisieron ver como un simple liberador temporal, había sido siempre y seguía
siendo para toda la humanidad la presencia de Dios con nosotros, la
manifestación en carne humana de la gloria y poder salvador de Dios, y que en Él
sigue obrando de manera aún más admirable la salvación plena el Dios liberador
que obró prodigios en favor de su pueblo cuando erraban hambrientos y sedientos
por lugares desiertos y pidieron auxilio (Sal
107, 4-5), o cuando surcaban el mar tempestuoso y, llenos de terror,
gritaron el Señor (Sal 107, 23-30) y
Él los puso a salvo.
En Jesús se les había revelado el
Señor que se sitúa sobre las aguas torrenciales (Sal 29, 3-9), que domina el mal y se abre un camino sobre las aguas
caudalosas (Sal 79, 20), y que sale
al encuentro de los suyos, aunque no lo reconozcan porque el miedo es enemigo
de la fe. Siempre estará con ellos dirigiéndoles las palabras: ¡Ánimo, no
tengan miedo, soy yo!, que aportan la
seguridad que solo de lo alto puede venir.
El pasaje de Jesús caminando sobre
el lago remite, por tanto, a la situación que vivió la primera comunidad de
seguidores de Jesús cuando sus esperanzas se les vinieron al suelo al ver al
Mesías, en quien habían esperado, clavado en una cruz y enterrado. La crisis
que vivieron, así como el temor y el asombro posterior que los sobrecogió al
verlo resucitado, se anticipan en las sensaciones que tienen al verlo rechazar el
título de rey y verlo luego caminar sobre las aguas.
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