P.
Carlos Cardó SJ
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!". Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!". El les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré". Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!". Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe". Tomas respondió: "¡Señor mío y Dios mío!". Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!". Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.
La experiencia de Jesucristo Resucitado tuvo para los discípulos
una fuerza transformadora que cambió sus vidas para siempre. El evangelio hace
ver que esa fuerza transformadora sigue disponible para nosotros y puede
cambiarnos también a nosotros.
Después que Jesús fue crucificado, muerto y sepultado, el grupo de
sus discípulos se disolvió. Y ninguno de ellos creyó los primeros anuncios de
su resurrección. De pronto, sin embargo, algo en su interior los llevó a
reunirse de nuevo en Jerusalén, aunque a puertas cerradas, por miedo. Entonces,
cumpliendo la promesa que había hecho: donde
estén dos o tres reunidos en mi Nombre, allí estaré yo, Jesucristo se les
hace presente, atraviesa los muros del miedo y la desilusión, y les da la paz.
Se
presentó en medio de ellos (v.19), en el centro de la comunidad. Jesús es y debe ser el centro de
todo lo que la Iglesia –allí representada– realiza o proclama, es el centro íntimo
de nuestras personas y el centro de convergencia al que debemos apuntar si
queremos darle una orientación segura y fecunda a nuestra vida.
Y
les dijo: La paz esté con ustedes… (vv. 19 y
21). La paz es la señal cierta de la presencia del Resucitado, es su saludo
característico, el fruto primero de su Espíritu que actúa en los corazones. La
paz, shalom, que en la Biblia es el
conjunto de los bienes prometidos por Dios y esperados por la humanidad, fundamenta
las relaciones de las personas y de los pueblos en la justicia. La paz es signo
de la gracia de Dios en nuestros corazones y del orden social basado en la
justicia. La paz restablece al creyente en la confianza, es garantía de la
esperanza.
Entonces, el Señor Jesús les
mostró las manos y el costado (v. 20): se les dio a conocer haciéndoles
referencia a su historia, a lo que hizo por nosotros. Siempre podemos
reconocerlo por lo que Él hace por nosotros. Los discípulos comprendieron al
mismo tiempo que el Resucitado allí presente era el mismo Jesús de Nazaret, Galilea,
Judea y el Calvario, no otro.
Y
se llenaron de alegría, de la alegría que el mismo Jesús
les había anunciado antes de partir: volveré
y de nuevo se alegrarán con una alegría que ya nadie les podrá quitar (Jn
16,22). La Iglesia vive de esa alegría, la necesitamos, no se puede vivir sin
ella. Ella demuestra que confiamos en la presencia continua del Señor en la
Iglesia: el Señor no la abandonará; salvada, nadie ni nada prevalecerá contra
ella.
Viene luego un gesto simbólico:
Sopló sobre ellos. Y les dijo:
Reciban el Espíritu Santo. Este gesto evoca el soplo creador de Dios sobre
Adán y sugiere que la obra que el Padre realiza con la resurrección de su Hijo equivale
a una nueva creación, al nacimiento de una humanidad nueva liberada, capaz de
vivir según su Espíritu y de demostrar que el pecado, el mal de este mundo, pierde
su fuerza opresora cuando se sigue a Cristo y se acepta su perdón.
Al domingo siguiente Jesús se vuelve aparecer. Esta vez está en el
grupo Tomás, que no estaba en la casa, cuando Jesús se les apareció. Como todos
los demás, Tomás había pasado por la dura crisis de la muerte del Señor. Se
aisló, rechazó el testimonio dado por María Magdalena y las otras mujeres, ni
quiso creer tampoco a lo que decían sus compañeros: que era verdad, que el
Señor había resucitado y se había aparecido a Simón.
Pero a pesar de todo, Tomás siente la necesidad de vivir él
también la experiencia de la presencia viva del Señor para poder dar testimonio
y colaborar en su obra. Pero supedita su fe a lo que pueda ver con sus ojos. El
Señor se muestra dispuesto a responder a su deseo: Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi
costado. Y no seas incrédulo sino creyente.
La duda de Tomás queda resuelta y ya, sin necesidad de
comprobaciones físicas, su respuesta resuelta demuestra el reconocimiento de
quien está dispuesto a cambiar y seguir al Señor hasta las últimas
consecuencias: ¡Señor mío y Dios mío!
Con estas palabras –que han pasado a ser una síntesis de la confesión de fe
cristiana– Tomás confiesa su fe en la divinidad y humanidad de Jesucristo. En
el agujero de los clavos y en la herida de su costado, Tomás ha reconocido a su
Señor, a quien vio clavado en la cruz, y ha reconocido también al Dios a quien
nadie ha visto nunca, y que en la cruz nos reveló su amor extremado.
Un gran teólogo, Romano Guardini, escribió a este propósito: “Tomás
pudo creer porque la misericordia de Dios le tocó el corazón y le dio la gracia
del ver interior, la apertura y la aceptación del corazón. Es más, el ver y
tocar exterior no le hubiera valido para nada. Lo hubiera considerado una
ilusión”.
Las palabras finales de Jesús, “Dichosos
los que crean sin haber visto”, están dirigidas a los cristianos de todos
los tiempos, a nosotros, para que creamos en la resurrección de Jesús, fiados
en la fe de la Iglesia. Entonces, cuando creemos sin haber visto, se cumple en
nosotros lo que San Pedro decía a los destinatarios de su carta: Ustedes no lo han visto, pero lo aman; creen
en él aunque de momento no puedan verlo; y eso les hace rebosar de una alegría
inefable y gloriosa, porque obtienen el
resultado de su fe, la salvación personal” (1Pe 1, 8-9).
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