martes, 30 de mayo de 2017

Primera parte de la oración sacerdotal (Jn 17, 1-11)

P. Carlos Cardó, SJ
La última cena, óleo sobre lienzo de Francesco Bassano (1586), Colección Real del Palacio de Aranjuez, Madrid, España (no expuesto al público)
En aquel tiempo, Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: "Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo también te glorifique, y por el poder que le diste sobre toda la humanidad, dé la vida eterna a cuantos le has confiado. La vida eterna consiste en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame en ti con la gloria que tenía, antes de que el mundo existiera.He manifestado tu nombre a los hombres que tú tomaste del mundo y me diste. Eran tuyos y tú me los diste. Ellos han cumplido tu palabra y ahora conocen que todo lo que me has dado viene de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste; ellos las han recibido y ahora reconocen que yo salí de ti y creen que tú me has enviado.Te pido por ellos; no te pido por el mundo, sino por éstos, que tú me diste, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío. Yo he sido glorificado en ellos. Ya no estaré más en el mundo, pues voy a ti; pero ellos se quedan en el mundo".
Tradicionalmente se ha llamado “sacerdotal” a esta oración de Jesús en la Última Cena por su carácter de acción de gracias y de intercesión (Jesús mediador). Contiene la cima de la revelación de Jesús a sus discípulos, y de la revelación de los propios discípulos, de lo que son por su unión al Hijo y al Padre. Jesús da gracias por la obra que el Padre le ha confiado y ruega por los hermanos que la continuarán después de Él.
Levantando los ojos al cielo, Jesús dijo: Padre, ha llegado la hora. Jesús se dirige a su Abbá, expresando la intimidad que tiene con  Él y que pronto compartirá con los discípulos. Es en la noche anterior a su pasión, que para él es la hora de la glorificación del Hijo por el Padre y viceversa. Los signos reveladores de su gloria comenzaron en Caná (c. 2) y llegarán a su culminación en la cruz. Jesús lo sabe, ha advertido de ello a los suyos y a pesar de la turbación que le causa, ha declarado: Ha llegado la hora y ¿qué he de decir: Padre, líbrame de esta hora? Pero si para esta hora he venido al mundo. Padre, glorifica tu Nombre. (12,27). Es la hora de la caída del grano de trigo en tierra para dar fruto. Es la hora de pasar de este mundo al Padre y de llevar su amor hasta el extremo (13,1s).
La “gloria” de Dios en la Biblia es el ser divino que se revela en el esplendor de su obra.  Aquí, la gloria del Hijo es la realización del plan del Padre, el cumplimiento pleno de su designio que el Padre reconoce. Jesús la pide y sabe que en ello mismo su Padre es glorificado. Jesús revela su propia gloria y la del Padre en la entrega de su vida.
Declara también que esta gloria, suya y del Padre, está en relación con lo que hace por nosotros: nos da vida. Es el poder que ha recibido del Padre. Y es vida plena y eterna lo que nos da, por ser la vida del Padre que Él nos comunica. Es el destino y meta de nuestra existencia terrena; a ella vamos porque es sinónimo de “reino de Dios”, de estar con Dios y ser salvados. Condición para acoger bien este don es conocer a Dios como Padre y a su enviado Jesucristo, con un conocimiento no puramente racional sino como una experiencia personal compartida que se vive en la fraternidad.
Jesús reconoce que es su Padre quien le ha dado a sus discípulos (y a los que vendrán después, nosotros), sacándolos del mundo. Los considera, pues, un don recibido. Si antes se movían en la esfera del mundo, actuando bajo su influjo, ahora han renacido por el agua y el Espíritu que los ha liberado. 
La obra que Jesús ha realizado en favor de sus discípulos se menciona en la oración de Jesús con los verbos conocer, creer, amar, seguir, ser de Dios, ser consagrados, recibir gloria, que tienen que ver con la fe como experiencia integral que compromete a toda la persona y no sólo a la razón. Toda la predicación de Jesús ha estado orientada a revelar a Dios como Padre suyo y Padre nuestro, darlo a conocer. Designar a Dios, como el Nombre era un gesto reverencial. Los judíos no pronunciaban el sagrado nombre de Yahvé, revelado a Moisés. Al decir Jesús, les manifesté tu Nombre, hace ver que, por la experiencia personal que Él tiene de Dios, nos lo ha dado a conocer, nos lo ha acercado y hecho accesible como Padre de todos. Gracias a Jesús, el Dios que era Innombrable se vuelve Abbá.
A continuación, dice Jesús que envía a sus discípulos al mundo para que continúen su misión de dar a conocer el amor salvador de Dios. Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti. Quiere prolongarse en ellos. Por haber seguido a Jesús y haberse identificado en Él, los discípulos han dejado de pertenecer al “mundo”, que en el evangelio de Juan designa al conjunto de hombres que están separados de Dios y también el conjunto de criterios, actitudes y formas de conducta que rechazan la verdad del evangelio, y hacen que Jesús y sus discípulos sean perseguidos.
A ese mundo son enviados los discípulos, nosotros, como lo fue Jesús, no para condenarlo sino para salvarlo, realizando sus obras, transmitiendo su palabra que libera. La conversión del mundo será por la mediación de los creyentes, de aquellos a quienes el Padre santifica y guarda en su nombre. 

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